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in Revista Chilena de Literatura
La fragilidad de las fronteras corporales en la literatura latinoamericana del siglo XXI
Resumen:
El propósito de este trabajo es explorar los lindes y devenires de las fronteras maleables: geoespacialidades corporales y subjetivas de algunas escenas y personajes difusos representados en la literatura del presente en América Latina. Es decir, cómo esas fronteras inestables surcan dimensiones líquidas y baldías que se vinculan de diferentes modos con las pieles, corporalidades y subjetividades de las protagonistas literarias. Para ello me centro en cuatro producciones de escritoras contemporáneas en relación con sus otras derivas narrativas: “Janice e o umbigo” (2003) y “200 m2” (2010) de la brasileña Veronica Stigger, “Un hombre sin suerte” (2015) de la argentina Samanta Schweblin, “Perro callejero” (2009) de la boliviana Giovanna Rivero y “Hongos” (2013) de la mexicana Guadalupe Nettel.
FUGACIDADES SEXO AFECTIVAS, LÍQUIDAS Y BALDÍAS
La frontera, no solo el traspatio en que la ciudad
vecina arrojaba su escoria, sino el fundo que elegía el país
para mostrar su quemadura extensa,
la prueba de que las geografías revientan por las costuras
Nadia Villafuerte, Botas Tejanas
Las escenas que se abordarán en este artículo se deslindan de cinco textos muy diferentes y cuatro estilos de producción literaria diversos. Una podría preguntarse: ¿qué tienen en común, entonces, estas narrativas? Una posible y pronta respuesta podría ser que Veronica Stigger, Giovanna Rivero, Guadalupe Nettel y Samanta Schweblin son jóvenes y talentosas escritoras latinoamericanas nacidas después de 1970. Es cierto, que cada una define su registro literario desde estéticas muy disruptivas. Stigger apunta a la experimentación y mezcla de formas y estilos literarios, además de fascinar con su pluma cinematográfica, escópica y extremadamente violenta, inmersa en el sinsentido aparente repleta de fragmentos inespecíficos 1 . Muchos la consideran una de las herederas del escritor Rubem Fonseca, aunque también tiene una raíz cercana a la escritura de Clarice Lispector. Rivero se enfoca en las violencias no pasivas y se arriesga más hacia la escritura fantástica y erótica sin dejar de lado temas escabrosos como las sexualidades incómodas 2 . Nettel es portadora de una ficción compleja, de dobles, dobleces y cuerpos diseminados. Además, construye lo abyecto desde un bestiario bio-zoepolítico 3 y la violencia que atraviesa a sus personajes es sutil y oblicua 4 . Mientras que Schweblin juega con lo siniestro, con escenas cotidianas que desbordan lo peligroso o inesperado y donde la “distancia de rescate” de sus personajes es inasible para sus lectores, mucho más cuando las niñas y niños ingresan a la esfera literaria de lo monstruoso 5 .
Pero otras afinidades las unen: la representación de la fragilidad de las pieles, cuerpos y vínculos sexoafectivos derruidos por una violencia en sordina que deviene en aniquilación o abandonos baldíos. En ese escenario florecen sus ficciones en las que se identifican las fronteras como un dispositivo poroso y permeable que se encuentra en continua redefinición de la geoespacialidad de los cuerpos, pieles, subjetividades, deseos y sexualidades disidentes. Es decir, cada personaje circunda, atraviesa y delinea fronteras húmedas que determinan una problemática distinta que me es útil para registrar los trazos biopolíticos y la fragilidad de idear y mantener afectos en las sociedades actuales; ya que los deseos de las protagonistas de los cuentos seleccionados se difuminan en la fugacidad de lo fluido. Las fronteras en estos relatos marcan un límite que establece atajos que permite a los personajes permanecer de un lado o del otro, y al mismo tiempo delimita geoespacialidades concretas. ¿Pero qué sucede cuando ese límite no es fijo y puede desplazarse? O ¿qué ocurre si ellas se sitúan en medio de la estría donde emerge la fluidez? ¿En qué lugares se ubican? En este sentido, las fronteras actúan como una zona de enunciación y de posicionamiento político; como un desafío para estas pieles y corporalidades delicadas. Por otro lado, lo que liga a estas escrituras es una violencia expresiva por momentos; a veces sutil y otras, imperceptible pero absolutamente presente y sistemática.
En esa vertebración de contornos maleables, las protagonistas de los cuentos que analizaré se tornan pieles que secretan humedades, cuerpos ligeros y líquidos, subjetividades confusas. Es por ello que algunas serán devoradas por sus propias aberturas corporales (“Janice e o umbigo”), otras sufrirán automutilaciones (“Domitila” y “200 m2”), o despertarán la duda entre el goce y el abuso sexual o instalarán la sospecha entre un deseo incontenible de cumplir la fantasía de tener sexo duro sin asumir culpas y se enfrentarán a posibles situaciones de violaciones (“Un hombre sin suerte”, “Perro callejero”), o tendrán la necesidad de construir una comunidad micótica vaginal (“Hongos”). Cada cuento desemboca en violencias diversas y en figuraciones que oscilan entre las elipsis de lo no dicho y lo extremadamente explícito en una fugacidad sexoafectiva líquida y baldía.
Me refiero al concepto de “fugacidad líquida”, tomando algunos lineamientos que Gilles Deleuze propone en Derrames y que Zigmunt Bauman expresa en Amor líquido. Para Deleuze, en la era del capitalismo es imposible no pensar en la noción de flujos que se derraman sobre sociedades que se asemejan a cuerpos llenos donde entra en juego el deseo como contención y falta de lo efímero (185). En correlato, Bauman formula que emerge una gran fragilidad a la hora de estrechar vínculos duraderos con el deseo de perpetuidad porque se generan conflictos insostenibles en el presente. Por eso es necesario hacer nudos flojos y desatables en las relaciones que son inherentes a los sujetos pero que también se fundan en la mayor de las ambivalencias. La propuesta es establecer redes que puedan ser disueltas y fluidas y no conexiones agobiantes (14).
Con respecto a la categoría de “baldío”, es una reflexión que propongo a partir de leer noticias donde los cadáveres de mujeres son frecuentemente descartados en un espacio baldío rodeado de basuras y desechos. La espacialidad baldía la desarrollo como aquello que define el forjamiento de la intemperie, del vaciamiento y del desierto fronterizo provocado en los cuerpos y subjetividades de las protagonistas. Es decir, sus corporalidades se distinguen en un estado de vulnerabilidad baldía situada en una zona de fronteras que se organizan dentro de un espacio de enunciación y de posicionamiento políticos. Además, lo que liga a estas escrituras es una violencia de abandono del propio cuerpo, y en esa articulación de fronteras flexibles y baldías, los cuerpos femeninos se reducen en un plano que fusiona lo viviente en general con las subjetividades de lo humano, donde habrá cuerpos que importan más que otros (Butler, Vida precaria 57), siendo estos últimos señalados y desechados como impropios, inferiores o descarriados.
Los relatos en los que me voy a centrar plantean las mutaciones de los cuerpos, subjetividades y sexualidades de las protagonistas que cuestionan y ponen en tensión las instituciones disciplinadoras de los Estados nación –el matrimonio, la reproducción maternal, la familia, las relaciones sexoafectivas convencionales y heteronormativas– que labran los espacios abiertos como peligrosos, en tanto proponen la espacialidad doméstica como el resguardo seguro. No obstante, veremos que no siempre el resultado es el esperado, ya que, a pesar de intentar confinarlas a todas al reducto de los hogares o sitios que generan sensación de seguridad, hay una transgresión o vulneración en la intervención de los vínculos afectivos que se producen entre los cuerpos y subjetividades y fracasan en el control de ciertos cuerpos.
Los ejes que cruzan estas escrituras son las fronteras geoespaciales de pieles y corporalidades fluidas en las sociedades contemporáneas, pero partiendo de comunidades distópicas, líquidas y delicadas (Bauman 12) y, por tanto, desobradas (Nancy, La comunidad 27) y derramadas (Deleuze 37). En este sentido, se tendrá en cuenta la liquidez no solo de las comunidades hostiles sino de las pieles de cada figuración, pieles que recubren el cuerpo, lo delimitan, lo protegen, lo hieren, a veces escindiéndolo y unificándolo otras. Nancy sostiene que los fluidos son los líquidos que abyectan los cuerpos y, a la vez, una manera de sentir la levedad, lo viscoso, lo maleable; una forma de ser (Cit. en Díaz Zepeda 3). Desde esta perspectiva se puede percibir que las protagonistas de estas ficciones están solas, aunque hablen de familias, madres, amantes o esposos. Ellas habitan una comunidad donde apenas existe el con-tacto con otras pieles y otros cuerpos, para finalmente deleitarse o padecer en solitario, porque la comunidad se materializa en un conjunto de puntos de contactos, roces, toques, un “mundus corpus” en el que desembocan “todas las pieles, cicatrices, ombligos, blasones, piezas y campos, un cuerpo por otro, un lugar por otro, entrada por entrada por salida” (Nancy, Corpus 45).
OQUEDADES, ANIQUILAMIENTO Y FLUIDOS
En este apartado reflexionaré sobre dos cuentos de la brasileña Veronica Stigger: “Janice e o umbigo” que integra el libro de cuentos O trágico e outras comédias (2003) y “200 m2” de la antología Os añoes (2010). La escritura de la escritora gaúcha elabora personajes dislocados, escópicos y en exterminio que no toleran la violencia comunitaria. Por ello es indudable la determinación electiva de los personajes a la hora de automutilarse, volarse la cabeza o devorarse en un aparente sinsentido cuando lo que desean exhibir es el dolor que punza sus cuerpos, las suturas de sus pieles y las intersecciones de sus subjetividades. La violencia brutal que describe Stigger procura efectos desestabilizantes que capturan escenificaciones monstruosas, si las tomamos como una respuesta extrema de autocuidado de los personajes hacia las amenazas provenientes del mundo exterior. Stigger escribe sobre la violencia pensada desde el presente, desde la misma inmediatez de los cuerpos en la medida en que es en la superficie de estos donde se inscribe el dolor y el efecto del evento. Es decir, “la crisis del neoliberalismo, su violencia, sus incidencias de anonimato, la muerte del contacto humano entre el uno y el otro” (Masiello 259).
La trama de “Janice e o umbigo” parece simple en una primera lectura. Una mujer expulsa a sus amantes gemelos de la casa y empieza a mirarse el ombligo hasta ser devorada por la abertura que este le proporciona planificando su propio placer narcisista. Sin embargo, el relato despliega dimensiones más complejas en su estructura narrativa, registrando en un tono íntimo un hecho perturbador que discurre entre la extrañeza y la irrupción de lo cotidiano del personaje. Janice abandona a sus amantes para quedarse “con ella misma y apreciar –sin un alma para robarle la paciencia y el buen humor”– aquel agujerito bien delineado de su panza” 6 (11, todas las traducciones del portugués al español son propias). El deseo de estar sola mirándose el ombligo configura un personaje situado en la búsqueda de la felicidad. A medida que transcurren las semanas, su espalda principia un encorvamiento que le es grato porque le facilita la llegada al ombligo: “Impulsaba el tronco hacia adelante y besaba su ombligo. Besaba y besaba y reía satisfecha. De los besos pasó a las lamidas. Gastaba las horas lavando su ombligo con escupidas” (11-12) 7 . Esta escena en primerísimo plano evidencia el funcionamiento escópico de Janice complementándose con su abertura. Este procedimiento posibilita que los besos humedezcan la cavidad umbilical para acrecentarla con lamidas eróticas. Ese orificio, por el que ella se conectó cuando era un feto con su madre, representa ahora una zona erógena de placer exploratorio.
La narración en tercera persona continúa con la precisión de poses que adquiere Janice para aglutinar la saliva y el contacto lingual hasta su hueco. Tres viernes más tarde: “de pronto, prendó su lengua dentro del agujero abierto por la acidez de su saliva” 8 (12). Lo abyecto de los líquidos no afecta a Janice de manera negativa, sino que esto le provoca un goce infinito, que su lengua quede pegada a su hoyo la seduce tanto que pasaron años hasta que “el agujero se tornó gradualmente mayor: penetraba no solo su lengua sino también la boca y la nariz” 9 (12). El uso del verbo “penetrar” no es azaroso, podría haberse utilizado cualquier otro sinónimo, pero dentro del imaginario sociosexual heternormativo, la penetración es pensada generalmente como un significante sexual: algo erecto penetra un agujero. En este caso lo que se “penetra” es el “orificio” del ombligo. El acto es comparado a una masturbación femenina que funciona de modo gratificante y es narrado en un sintagma que, con ironía, condensa la analogía de la penetración fálica pero deconstruida en un devenir rizomático de un cuerpo sin órganos (Delueze y Guattari 152). El tacto de la mano no es el único que proporciona placer: “jamás se toca otra cosa que un límite, tocar es tocar un límite, una superficie, un borde” (Derrida, El tocar 157). El territorio erógeno del ombligo hace que disfrute sin necesidad de usar las manos; ella recorre el abismo de esa oquedad con la lengua, con la nariz, con todo su cuerpo. Introduce la nariz y toda su boca para disfrutarlo porque el ombligo se agrandó de tanto lamerlo y besarlo. De este modo, experimenta lentamente transformaciones en la superficie corporal que obedecen a la experiencia amatoria encriptada entre ella y su cuerpo, porque la “intensidad de las sensaciones de dolor nos hace percatarnos de nuestras superficies corporales y apunta a una naturaleza dinámica del acto mínimo de salir a la superficie” (Ahmed, La política 57). Es por eso que Janice se regocija en el interior de su cavidad resguardándose del afuera que la molesta y no le permite ser feliz.
Pasado un tiempo, el placer masturbatorio exhibe cómo un parto puede deconstruirse en pleno goce: “De repente, ¡zupt!, la cabeza de Janice se fue para adentro de su panza. Extasiada, forzó aún más el pasaje. Los hombros entraron con cierta dificultad. Después de ellos, el agujero se distendió, facilitando el ingreso del resto de su cuerpo. Los brazos, el pecho, las piernas, los pies se sumergieron en Janice como agua escurriéndose por el desagüe” 10 (12). Ella encarna en sentido inverso la salida de un bebé del útero materno: retrocede, se introduce desde el afuera agresivo hacia adentro de su ombligo; una espacialidad húmeda y contenedora. Se dirige hacia su propia esencia que la alimenta y autosatisface sexoafectivamente. Es sumamente interesante que lo último en desaparecer dentro de su propia corporalidad sea el piercing que pendía de su ombligo. Lo extraño, lo ajeno es lo último en ingresar porque desde ese momento: “Janice vive feliz, completa dentro de su ombligo” 11 (12).
La maleabilidad de la estructura ósea de Janice recrea una táctica de redefinición de su cuerpo desobediente y desestabilizador que va más allá de lo esperable. De alguna manera, Janice se desplaza como un cuerpo y una piel en transformación en busca de una organicidad del escape que, a través de la mutación permanente de ese cuerpo autoengullido, concluye con un cambio radical de su matriz representacional: el cuerpo. Al igual que en “200 m2”, el afuera adquiere una forma perturbadora. Es en el adentro, en la intimidad, donde las protagonistas de Stigger se refugian o recuperan cierta completud inquietante.
En “200 m2” todo acontece repentinamente en el interior de un amplio departamento. Allí la pareja de Eduardo y Verônica, flamantes dueños, celebrarán la inauguración del nuevo hogar. Irónicamente, en oposición a la amplitud del departamento descrito en el cuento, dentro del libro el cuento solo ocupa una página de doce líneas. En la narración, la protagonista “estaba muy feliz (sí, ella era gaúcha)” 12 (18). En medio de la fiesta con los ambientes llenos de invitados, “Verônica fue hasta el cristalero, tomó la pistola que heredara de su abuelo, se la colocó en la boca y disparó. Sus sesos fueron a parar en la pared azul” 13 (18). De pronto, de atravesar un estado de felicidad hiperbolizada cruza el umbral de la determinación final: se suicida en el mismo sitio que le proporcionó alegría, con un arma heredada de su abuelo. El cuento comienza y concluye casi al mismo tiempo, entre el inicio y el final de la interrupción de la vida de la protagonista.
El suicidio funciona como una puesta en escena, casi cinematográfica, performática, donde la seducción escópica estetiza la violencia. De hecho, ella se quita la vida en un acto de violencia aparentemente “sin sentido” pero a la vista de quienes están allí. Lo más llamativo del suicidio ocurrido en el cuento es la no reacción del esposo de Verônica: “Entonces, como combinado, Eduardo leyó un cuento que ella dejó –y que como siempre, nadie comprendió–” 14 (18). La cita es explícitamente clara, no se refleja ninguna señal de conmoción por parte de su pareja, mas sí lee en plena escena de deceso un cuento escrito por la suicida que, obviamente, es incomprensible, como su muerte. “Como combinado” (18) se funden así, coágulos, sangre, restos de pólvora y sesos diseñando un garabato ininteligible en la pared como la materialidad del cuerpo de Verônica y de su escritura donde la ausencia de palabras es reemplazada por la baba prelingüística del habla. Su cabeza se esparce agujereada por un proyectil que es expulsado por un arma –herencia del abuelo, es decir, la ley del padre y de la palabra carnofalogocéntrica derridiana–. Ella, su suicidio y su escritura inyectan sinsentido al supuesto sentido de la palabra y de la vida; esto ocurre en un desborde conjunto emocional y de masa corporal (encefálica) que termina de completar la decoración del nuevo ambiente. En la descripción del suicidio, el cerebro agujereado centra el sentido y la razón, eso sí a la vista de todos como una ofrenda sacrificial para una última performance.esto ocurre en un desborde conjunto emocional y de masa corporal (encefálica) que termina de completar la decoración del nuevo ambiente. En la descripción del suicidio, el cerebro agujereado centra el sentido y la razón, eso sí a la vista de todos como una ofrenda sacrificial para una última performance.
Como en el cuento de “Janice”, en “200 m2” tampoco existen mediaciones de habla por parte de los personajes femeninos. Solo aniquilamiento y elipsis verbales. Además, lo sucedido se condensa en espacios cerrados, en el hogar de ambas protagonistas. Este silencio y autodestrucción no dejan dudas por parte de los personajes acerca del querer desaparecer y desobedecer todas las normas estrictas. Verônica no quiere un sábado por la noche con final feliz, ni doscientos metros cuadrados. No desea ser una autómata ni ama de casa, sino que busca ser ella misma, ante una sociedad mecánica, indiferente y sumamente violenta que exige corporalidades completas y no fragmentadas y que no la comprenden como tampoco a su literatura, al menos es lo que sugiere la voz narradora cuando Eduardo lee un cuento incomprensible de la protagonista “como toda su obra”, mientras su cerebro yace esparcido en la pared.
En este cuento ella introduce la pistola del abuelo en su boca, otro orificio corporal, igual que el ombligo de Janice. En esa apertura por la que debería salir el habla, ingresa una eréctil arma que le vuela la cabeza. El revólver ocupa el lugar de la palabra y la anula. La boca se establece así como la elipsis de la palabra vedada de esa mujer “trifeliz”, engullida por un hueco que le imprime el arma letal:
La anterioridad del “yo” mismo y de su ubicación puntual, que permanece, no obstante, en una posición, aunque fugaz y sin dimensión. Esto se lleva a cabo más a contracorriente: la apertura abre detrás de mí, antes de que yo abra la boca. El “yo” podría suceder en esta apertura, pero no aparece todavía, no por el momento; sólo existe el círculo o elipse de la boca, que aún no se ha hablado, que precede no sólo al sonido de las palabras sino también a la intención silenciosa. (Nancy, Adoración 84)
Así, en Stigger vemos cómo proliferan estos silencios cercados donde las protagonistas en espacialidades cerradas e íntimas llevan a cabo su propia liberación de la sociedad heterosexista y normativa 15 . Ambas tramas transcurren en las fronteras geoespaciales de los orificios corporales femeninos y en los espacios privados y cerrados de las casas de las protagonistas.
En el final, se rasga un velo y es el de no querer tener un cuerpo completo en el exterior, compartido con otros, ni una morada perfecta para ser “trifeliz”. Verônica y Janice suprimen todo goce posible hacia el afuera o compartido, porque el dolor que las surca las transforma en corporalidades frágiles y queer en el sentido de cuerpos desviados (Ahmed, Fragilidad 2016). Ese seccionamiento constituye para Verônica una punición al goce porque el cuerpo le molesta, representa una carga para ella. El cuerpo y la piel que lo recubre deben asimilar los excesos escópicos de su propio camino, la
exterioridad y la alteridad del cuerpo llegan hasta lo insoportable: la deyección, el desperdicio, el innoble deshecho que todavía forma parte de él, que todavía es de su sustancia y sobre todo de su actividad; es necesario que lo expulse y éste no es uno de sus menores oficios. Desde el excremento hasta la excrecencia de las uñas, de los pelos, de toda especie de verrugas o de malignidades purulentas, es necesario que el cuerpo saque afuera y separe de él el residuo o el exceso de sus procesos de asimilación, el exceso de su propia vida (Nancy, 58 indicios 32).
Las tres protagonistas –Janice, Verônica y Domitila– prácticamente no tienen voz propia en los cuentos, excepto el personaje de Domitila, que habla para ella misma en la última línea del relato. La palabra en estas narraciones se torna baba, acidez, sangre, trozos de cerebro desparramados en la pared. Solo Janice goza mediante la masturbación o la exploración de su orificio umbilical, aunque se evapora dentro de su interioridad, las otras dos, Verônica y Domitila, lo hacen con una violencia gore, extrema hasta el punto de aniquilarse y mutar. Para Stigger el dolor y la inmediatez de las pieles y cuerpos es fluida, cambiante: “la forma nunca es fija, ella es inherente a la volubilidad […] si consideramos todas las formas, en particular las orgánicas, descubrimos que no existe ninguna cosa subsistente, […] antes que todo oscila en un movimiento incesante” (Stigger, Maria Martins 28) 16 .
VESTIDURAS PELIGROSAS
“Un hombre sin suerte”, de la escritora argentina Samanta Schweblin, fue ganador del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2012 y forma parte de la antología Siete casas vacías (2015). Cada cuento se desarrolla en alguna casa con determinadas características aparentemente “normales” en las que se sitúan temores y personajes enrarecidos. No obstante, el relato que nos ocupa es el único de la antología que no sucede dentro de una vivienda, aunque el hecho que desencadena el viaje de la familia al hospital comienza en la morada.
La historia se narra en la primera persona de la voz de una niña que ese día cumple ocho años y lo celebra en un trayecto que se inicia dentro del automóvil familiar, luego en el hospital donde llevan a su hermana de tres años tras ingerir un vaso con lavandina, más tarde en un shopping y finalmente concluye en la calle. En este relato quiero detenerme en un elemento fundamental que hilvana y organiza toda la narración: la bombacha, prenda íntima, de la niña que, por un lado, constituye la especificidad de los cuerpos femeninos que delimitan la materialidad heteronormativa corpórea (Butler, El género 56) y, por el otro, diseña el desvío de esa misma materialidad reguladora de cuerpos femeninos que fluctúa durante toda la trama.
La prenda interior adquirirá diferentes significantes a lo largo de la historia que sucede en menos de veinticuatro horas. Primero, el padre atascado en el tráfico de la avenida al no poder llegar al nosocomio se da vuelta, mira fijamente a la niña y con un enunciado imperativo la obliga a quitarse la prenda íntima para exponerla frente a todas las miradas de los transeúntes anónimos: “–Sacate la bombacha” 17 (106), atónita la nena piensa por qué todos sus calzones son blancos y ante la tardanza de esa reflexión mira a su madre quien le grita: “¡Sacate la puta bombacha!” (106). La niña obedece y ve cómo su intimidad blanca es desplegada y sacada por la ventanilla en manos de su padre para acelerar la llegada al hospital. A partir de este episodio es la bombacha la que diseñará aspectos por momentos inocuos y peligrosos por otro, aunque nunca deja de ser un elemento inquietante que ayuda a la transformación como rito de pasaje a la protagonista de ocho años. La cualidad simbólica de la bombacha que demarca intimidad y resguardo de la genitalidad –no olvidemos que es designada como ropa interior– interfiere en la vida de los protagonistas del cuento y deja varios interrogantes por despejar.
La primera violación a la intimidad de la niña, como vimos, es quitarse la pantaleta y quedar baldía frente al estigma vergonzante de espectacularizar la ciudad con la exhibición de la bombacha blanca. La segunda humillación se produce cuando ella vacila en bajar del auto: “Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá” (107).
La condición de desnudez y de tener la genitalidad a la intemperie agita la sospecha en la narradora de que algo no funciona adecuadamente. Sin olvidar la vergüenza de suponer que alguien conocido haya visto su bombacha: “pensé […] en la posibilidad que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha” (107). Espectáculo que sitúa en un primer plano el régimen escópico de la visibilidad de un dispositivo performativo de la feminidad que forja la corporalidad, subjetividad y al género mismo (Butler, El género 87). Además, la niña mientras ve que “toda la avenida se da vuelta para mirar” (106) la bombacha, se agravia al sentenciar que “la bombacha era chica pero también muy blanca” (107). En esta cita la voz narradora debe aceptar que existen relaciones de poder obviamente en términos de desigualdad que la dejan expuesta. Su padre y su madre, quienes deberían protegerla de la sobrexposición de su intimidad, la avergüenzan. La exhibición de la prenda interior, blanca –inocencia– y pequeña –porque es una infanta– en el espacio público de una avenida implica para la pequeña revelar que es tan solo eso, una niña y no una púber cuyo cuerpo quiere comenzar a transformarse. El adversativo “pero” y el adverbio “muy” acentúan la inocencia recuperada en la blancura. Sayak Valencia y Katia Sepúlveda remiten a que la ostentación funciona como una “ideología live” que pone de manifiesto la vigilancia, el espectáculo, lo cotidiano y las violencias encadenadas en significantes de múltiples capas de la realidad (81) 18 .
En la sala de espera un hombre desconocido la invita a un helado que ella rechaza. Al rato le dice: “es mi cumpleaños” (109). Notó que el “hombre era muy observador” (109). Se acomodó el pelo y dijo: “–No tengo bombacha” (109). En el gesto de la confesión, mientras se acomoda el cabello se puede leer que la bombacha que ahora no está y que la deja a la intemperie también se hace presente en la subjetividad del deseo. Estar sin esa prenda “es algo en lo que no puedo dejar de pensar” (109). El hombre le marca que eso no es justo y menos en el día de su cumpleaños. Ella asiente y se da cuenta de que estuvo expuesta a un “show” (109) por culpa de su hermana. Ese episodio de la ausencia de la bombacha blanca irrumpe en un punto de inflexión que se produce en la escena y que delimita una tensión que se acrecienta de modo intenso en la trama.
Él la invita a comprarle una bombacha, para eso deben salir del hospital. Todo lo que se desarrollará a partir de estar en el afuera está elidido y los lectores debemos reponerlo. El hombre saluda al personal de informes del hospital, mira a un policía en la calle, le da su mano “fría” (110) luego de llamarla “darling” [“querida”, en el original la expresión está en inglés] (110) y dirigirse hacia un mega “shopping 19 bastante feo” (110) que vende ropa de baja calidad colocada en perchas o en canastos y a bajos precios. El hombre repite el mismo procedimiento de saludar a las cajeras como si las conociera. Todo ese proceso de aparente confianza reflejada en los saludos que realiza el hombre dispara en las lectoras y lectores una alarma porque en el texto nunca se aclara. No se conoce si las personas saludadas por el hombre son conocidas, si las saluda por educación o aparentando conocerlas para crear confianza en la niña. Sin olvidar que el puesto de ropa interior está situado en el fondo del lugar. Es decir, el recurso de la elisión de la respuesta al saludo provoca cierta sospecha en quien lee, sospecha que nunca se termina de aclarar en el cuento.
Ese espacio constituye en la niña un cruce de umbral. Ahora ante la ausencia de su pequeña bombacha muy blanca se contrapone un contenedor repleto de bombachas a solo “tres pesos” (111), accesibles en precio, cantidad y variedad. Un deleite para sus ojos. Él la guía, le enseña cuáles son adecuadas para ella, las del primer contenedor no, son para adultas. La lleva al sector de bombachas infantiles y como un gigoló que ya la llamó “darling” ahora le pregunta: “¿cuál será la elegida, my lady?” [mi señora, traducción del original] (111). Cuando ella iba a elegir una blanca porque solo las había de ese color o rosas, él le sigue mostrando el camino y le apunta que “hay que buscar mejor, hay que estar seguros” (111). Entonces, en un juego de manos, el hombre sin nombre le obsequia una bombacha negra, con corazoncitos blancos y la cara de Kitty. La niña se excita. Nuevamente la toma de la mano y la conduce al probador: “hay que probarla” (111), le indica. A esta altura de la narración la escritura llega al clímax, al punto de tensión donde todo puede pasar, incluso consumarse una violación. Sin embargo, él le indica que ingrese sola. Ella acepta porque “no está bien que te vean en bombacha” (112) si no es alguien muy conocido (así evoca las palabras que le dijera la madre), pero el miedo se hace presente en ella, teme salir y que no haya nadie. Entonces le pregunta el nombre, él no se lo da porque aduce estar maldito por una mujer y que si lo menciona morirá. La pequeña insiste y juega diciéndole que puede escribirlo que eso no equivale a pronunciarlo. Él accede, lo escribe y le pide que no lo lea.
La infanta se prueba la bombacha y experimenta una transformación definitiva del uso y legibilidad de ese nuevo objeto de consumo y deseo.
Adora ese objeto íntimo y asegura que jamás se lo sacará porque es perfecto y que si su padre se la pidiera para agitarla por la ventana se la daría para que ahora sí todos la vean. No es una pequeña bombacha blanca de niña. Es negra y además no tiene alarma. Eso le aporta a la prenda un doble placer: la perfección de lo nuevo y la transgresión de poseerla sin pagarla, pero más aún, quebranta su promesa y lee el nombre del hombre sin suerte. Salen del centro comercial de la mano y sin pagar. Ella se siente cómplice y jactanciosa: “para él (el de seguridad) mi hombre sin nombre sería mi papá, y me sentí orgullosa” (114). Ese orgullo se refuerza con el pronombre posesivo “mi” ya no es el hombre sin nombre sino “mi hombre” sin nombre.
Cuando salen del shopping, la madre que llevaba la bombacha blanca colgada y al aire libre en la correa de su cartera, los ve. Se dirige hacia su hija e inmediatamente le levanta el jumper delante de los policías, del hombre sin suerte, del padre y de todos quienes estuvieran en la calle. Otra vez el show y la vergüenza se apoderan de la niña. Lo privado se expone en la esfera de lo público sin resguardar la intimidad de la menor, que se traga el papelito con el nombre de él, repitiéndolo muchas veces: “para no olvidármelo nunca” (114). Se remarca que mientras ocurre esto, la policía detiene al hombre y le preguntan su nombre. Él se queda en silencio al tiempo que se cruza su mirada con la de la pequeña, en silencio, mientras su madre le grita al hombre: “hijo de puta” (114) al ver otra bombacha cubriendo la genitalidad de la niña reemplazando la blanca y el padre enojado, lo golpea.
El hombre sin suerte ni nombre representa el deseo que la niña quiere canalizar, pero también el peligro latente de aquel que puede violarla, le habla al oído, la lleva de la mano, le enseña el camino y una nueva posibilidad de objetos de consumo en lencería, la trata como una niña mayor. La nena –ante la transgresión de los padres para con su cuidado– queda asombrada, ya que le exigen quedarse sin bombacha 20 , mientras sacan la prenda por la ventanilla del móvil, y luego la desamparan sin interiores dejándola sola en una sala de espera. Lo que le enseñan no es lo que hacen. Por eso la bombacha negra para los padres significa que la niña fue ultrajada. El blanco mutó a negro. No obstante, esa nueva bombacha es leída como una huella de iniciación para ella en otra lógica de miradas, muestra que para los padres encarna una marca de abuso mientras que para ella representa un pasaje a la pubertad. Al quedar expuesto el espectáculo y su nueva bombacha, la mirada que se cruza entre niña y adulto delata una unión entre ambos, una complicidad indestructible, un pacto de silencio –se traga el nombre– inviolable.
Respecto de la elisión del nombre de los protagonistas es interesante señalar que su hermana tiene nombre en oposición a la niña que nunca es nombrada. En ese tragarse el nombre puede leerse un devorar antes de ser devorada o completar el ciclo de lo que ocurrió en esos vestidores. El cuento acaba con el silencio de ella, el nombre de él en su boca y un intercambio de miradas ¿perverso infantil? ¿secreto? ¿inocente o macabro? Las posibilidades de lecturas abiertas son variadas y lo que hace más interesante este relato es la edad de la menor, su inimputabilidad ante la ley y la posible presunción de inocencia o culpabilidad del adulto. Todo pasó, o pudo haber sucedido.
O quizás simplemente le regaló una bombacha negra robada de un centro comercial, guiño de ojo y apretón de manos mediante.
AMORES PERROS
El cuento “Perro callejero”, de la escritora boliviana Giovanna Rivero, es parte de la colección Niñas y detectives (2009). El libro está plagado de personajes femeninos que habitan universos distópicos y que no pueden relacionarse con parejas más allá de unos minutos, horas o a lo sumo meses. Todas ellas están inmersas en una sociedad “líquida” (Bauman 11), licuada de compromisos heterocentrados, y donde los personajes están dispuestos a tomar atajos, aunque eso no siempre les resulte sencillo.
Si el valor del nombre del personaje de “Un hombre sin suerte” es tan relevante para la protagonista de Schweblin, para la narradora en primera persona del cuento “Perro callejero” también lo es porque es el nombre, esa marca fálica y patriarcal, la diferencia que en ella le permitirá gozar sexualmente de manera libre corriendo riesgos o vivir sumida en la culpa por animarse a tener sexo sin amor. El cuento comienza con una voz en primera persona, la voz de la protagonista, que tampoco tiene nombre. La frase inicial es contundente. La voz enuncia: “He decidido no denunciarlo” (44). En esa sentencia percibimos un yo que realiza la elección de no criminalizar a un sujeto masculino. En el primer párrafo, la protagonista argumenta por qué no es sencillo decidir no denunciar y callar, porque callar algo implica ocultar, esconder, guardar un secreto que no puede compartirse. A la vez, cuando la protagonista parece poder ser libre para elegir, menciona la palabra pecado vertebrada al deseo, a la provocación sexual, a la aceptación de un castigo por haber “deseado”, “provocado” y “consumado” un acto sexual. Su intención es resignarse y transformar el pecado en tentación, el castigo en destino y el deseo en esperanza. Es decir, la protagonista prefiere no delatar lo que por momentos toma como una violación, porque ella misma es quien desea y goza una unión sexual contundente. Una vez que se arriesgó y gozó plenamente su sexualidad, desplaza los significantes despojándolos de pasiones y placeres para apaciguarlos en una esperanza de olvido.
La protagonista no acusa, porque al despertar de un sueño abrumador que le trajo lo que vivió esa noche, ella sería la acusada: “Soñé con él, con la noche aquella, tan nítida en su horror” (44). Las condiciones de producción del horror son utilizadas para autodisciplinarse, rotula así esa expresión para volverse un cuerpo dócil, una piel muerta. Continúa: “además lo que tengo que decir excede los límites de este mundo normal. Solo yo acepto esta exageración que ha convertido mi vida en algo especial” (44). Ella vivió la mejor noche de sexo de su vida, pero resuelve mantenerlo en secreto y pensarlo como una hiperbolización del deseo y actividad sexuales, compensándolo con culpabilidad y acusaciones. Al leer estos dos primeros párrafos, una casi aseguraría que la protagonista fue ferozmente violada. ¿Pero es eso lo que realmente ocurrió?
“Desearía poder nombrarlo, atribuirle un apellido que lo haga más cercano, más vulnerable” (44). Esa es la clave que ordena la economía del texto. Toda gira en torno del nombre, del poder decir, del poder decidir callar, ocultar, denunciar o explorar la felicidad que le proporciona el libre ejercicio de la sexualidad. Algo similar le ocurre a la niña del cuento de Schweblin. La menor queda menos frágil cuando conoce el nombre de ese extraño y lo engulle después. El nombre le otorga una identidad al desaparecido, al extranjero, al fugitivo, al innombrable. Le proporciona a la testigo poder nominar, gritar su nombre, llamarlo para que regrese o para expulsarlo de su cuerpo. La imposibilidad de hacerlo la torna vulnerable. La deja sin nada, solo con el recuerdo de esa noche de sexo. La narración condensa las tácticas de seducción que la protagonista despliega para seducir a su presa. Ella trabaja en un negocio que canjea revistas pornográficas Playboy, es decir, un negocio que se sostiene a través del canje y donde no circularía el dinero, pero sí el deseo de las fotos de mujeres desnudas. Ella lo mira a través del cristal de ese negocio, siempre desde adentro, en la privacidad del local, en el espacio cerrado que se asoma a la calle pero que no la puebla. Ella lo compara con un tipo común, “como un animal” (44) de costumbre que bebe café negro. Le llama la atención el “bulto” (44) por el que desciende el café, “la manzana de Adán” (44) que llega justo hasta el punto óptimo de la cabeza, “frontera exacta para decapitar” (44). Acecha a su futuro botín desde el otro lado del vidrio.
Las escenas sexuales son formuladas como si una cámara de video casera se instalara en la revistería. Nada sofisticado, sí esperado como las lecturas de la revista Tony (una revista argentina de historietas con personajes masculinos muy musculosos y súper dotados de fuerza). Él entra una noche con el cuerpo mojado, llueve, se queda en el centro del negocio y allí se activa la cámara o la pluma de Rivero. Es interesante que lo primero que destaca la narradora es el olor que se desprende del cuerpo de este hombre sin nombre, “olía a mojado, como los perros callejeros” (45). Nuevamente la comparación de ese hombre deseado con el perro común, sin nada especial que lo distinga más que la calle, el anonimato del lugar, lo común. Es casi inverosímil que él entre a comprar una Playboy y que ella lo envíe a un negocio dos cuadras más adelante que sí vende porque aquí solo se intercambian revistas. Aunque temiendo que él se vaya, le ofrece “una excepción” (45) porque intuye que debe correr un gran riesgo en el mismo instante en el cual hay que “intentar saber” (Derrida, El tocar 435). Ella oscila permanentemente entre el deseo de ser poseída por ese perro al que provoca y el deber ser, y la culpabilidad de “otorgarle una excepción” (45) porque sabe que tiene que arriesgar, ya que el riesgo condensa “una forma más del porvenir que solo puede anticiparse bajo la forma del peligro absoluto. Rompe con la normalidad constituida, y, por lo tanto, no puede anunciarse, presentarse, sino bajo el aspecto de la monstruosidad” (Derrida, De la gramatología 10). Y el riesgo es peligrosamente monstruoso porque es ostentoso su deseo y puesta en escena para cercar a ese perro sin nombre.
Ella monta una acción performativa de un imaginario sociosexual canónico y machista para él, a quien percibe como a un actor de un “film XXX” (46) y “un exceso” (46). Entonces ¿qué es lo monstruoso sino aquello que está en la opacidad esperando brillar? Es simplemente lo que se exhibe en esa pose: “Empecé a adoptar poses, poses para él. Me apoyaba en los mostradores juntando mis pechos para que formaran un tajo oscuro entre ellos, una cavidad caliente” (46). En cada frase expresada por la protagonista no caben dudas de que ella ansía devorar al perro y ser devorada por él. La exhibición que ella crea para él son las diversas poses que representa igualándose a las poses de las fotografías de las mujeres de la revista Playboy. Ella desea ser consumida por él, mirada por él, deseada por él. Por eso, imita esas posiciones esperando su entrada: “yo sabía que una noche él tenía que entrar a mirar las revistas. Esa espera era una curva creciente. […] Suponía que él, en algún momento, tendría que pasar por la revistería y me miraría a través del vidrio” (55).
Cuando él acepta la excepción, ella observa en él “un halo ambiguo de suciedad y hombría” (46), nuevamente lo abyecto para él, el olor a animal mojado, ahora consigna lo ambiguo entre el macho animal y la mugre, la suciedad tan salvajemente atractiva para ella que aún espera el zarpazo. Mientras él se acerca, ella vislumbra su papada creciente y afirma que con más kilos y voz ronca sería su Marlon Brando. No solo este hombre podría representar en sus fantasías al Brando, ya viejo antes de morir, por la papada, la gordura y la voz áspera, sino que se podría hacer un paralelo con la escena de la violación al personaje que interpreta la actriz María Schneider en el film “El último tango en París” (1972) filmado por Bernardo Bertolucci 21 . En este cuento, la acción se revierte, la protagonista desea ser penetrada y goza, no llora ni se siente humillada, sino que al que le hizo le excepción de cobrarle una revista Playboy en veinte dólares, en lugar de canjearla, lo ridiculiza al punto de no darle identidad, de no denunciarlo y de dejarlo en el anonimato. Todo esto a pesar de sentir que esa no identidad del personaje le hace más pesada la carga de sentirse plena y culposa al mismo tiempo porque, como señala Bauman, es muy difícil desear una relación “ligera y laxa” (12) sin deshacerse de ella luego sin “prejuicios y cargos de conciencia” (13). No olvidemos que en el mundo de la protagonista, como vendedora de revistas de mujeres que obsequian fantasías para hombres (aunque eso no es excluyente), ella también fantasea y mezcla el deseo desde la complejidad que tensionan la realidad y la ficción dentro del mismo dispositivo ficcional del cuento.
Ella le da las revistas, se larga a llover “con furia” y le ve una mirada “amarilla”. Él le pide que cierre el negocio porque se cortará la luz ya que esa “lluvia no es ingenua” (47). Ella le replica que cierran a las diez de la noche y él le advierte que hay algunos violadores de mujeres por la zona: “¿acaso deseas eso? (47). La luz finalmente se corta, las revistas por las que pagó se caen al piso y cuando él se agacha, ella otra vez lo olfatea y siente “su aliento a humo” (48). Mientras la posee con fuerza sobre el mostrador tal como ella imaginó, él por primera vez le susurra: “puedo olerte” (48) y se mezclan en fluidos: “perro mojado”, “sudor de hombre”, “mis pechos como si de ellos fuera a mamar una leche diabólica”, “cueva ácida de mi entrepierna”, “sentí su saliva, yo agua, yo licor” (48). A medida de que el cuerpo de él se encorva y ruge, cobra otra forma más animal y, al penetrarla bruscamente, le susurra: “Loba”. Luego dice que en el piso la “embistió” y la penetró “untándola” y “arremetió” con furia brutal. Ella lloró. Esta parte de la escena final, que ella no previó es la que la descoloca y la hace gemir de dolor. Sin duda se lee una correspondencia con la escena denominada “de la manteca” de “El último tango en París” y es allí donde se juega con el denunciar o no. En tiempos de feminismos donde se escucha en las calles de América Latina el “yo te creo hermana” mexicana, ¿qué sucede cuando una mujer denuncia a pesar de haber deseado? Si bien esto es un dispositivo literario y no de la realidad, como feminista no puedo dejar de analizar en el texto de Rivero una clara alusión a las denuncias tardías realizadas por la actriz de “El último tango” con la postura que adopta la protagonista de “Perro callejero”. Ella pone en jaque el deseo de ser poseída sexualmente por ese hombre que olía “a perro mojado” (54), con la puesta en duda de haber sido violada en medio de una relación sexual consensuada de la que no se siente capaz de hablar por ser criticada. Por eso es que tiene aún pesadillas: “Lo decidí en la madrugada, cuando desperté sobresaltada por la inminencia casi real del sueño” (54).
Después él se va y ella siente asco y se pregunta: “¿asco de mi misma?” (51), “¿Cómo se llamaba? ‘Hombre Lobo’ dijo […] cuando con elegancia se escabulló entre la noche, la lluvia, la luna circular e irónica y se fue con sus ojos amarillos” (52). Queda en el texto un salto de párrafo y una última frase: “Por eso, la denuncia es una posibilidad negada” (52). Solo en el final se pone en duda si es o no violada. Cuando la fantasía sexual se consuma es puro goce, pero cuando él cambia los planes se podría inferir que sí hubo una violación o un acto no consensuado en su imaginario sociosexual y, por eso, ella siente culpa 22 . Si la protagonista es finalmente violada o no, solo ella puede sentirlo. El hecho de que el relato comience y termine con la decisión de no poder denunciar es porque el umbral entre el deseo que mantuvo y la arremetida final que la hace llorar forja una delgada línea que pondría en duda su posible exposición policial, justamente por el estigma que opera como una estrategia de lo político. En ese sentido, Virginie Despentes manifiesta que mientras no se enuncie la palabra violación, la agresión pierde su especificidad (33). En esta dinámica, la posibilidad negada de denunciar instala una decisión política, un control de lo que se puede o no decir y, por lo tanto, establece un mecanismo de dominación. En concordancia con esta línea de pensamiento, Judith Butler sostiene que dentro de la esfera pública se decide qué es lo impronunciable, “los límites de lo decible, los límites de lo que puede aparecer circunscribe el campo en el que funciona el discurso político” (Vida precaria 19).
HONGOS AMOROSOS
El cuento “Hongos” incluido en el libro El matrimonio de los peces rojos, escrito por la mexicana Guadalupe Nettel, forma parte de un bestiario que recorre toda la obra. Los textos están diseñados a través de la presencia animal y la convivencia con humanos, conjuntamente con la búsqueda de aquellos sesgos animales que nos circundan o nos conforman. En “Hongos”, la comunidad bacteriana está alojada en una zona erógena que deviene en deseo y ausencia; esto es en la vagina de la protagonista. Los hongos conviven en los espacios húmedos de su cuerpo, ya que son hospedados sin querer ser extinguidos. Están situados en lindes estratégicos que representan –entre otras cosas– orificios sexo afectivos activos; eslabonan sensaciones de abandonos amorosos y la necesidad de ser cultivados como seres con vida propia dentro de la vida misma de esta mujer. No obstante, estos microbios residen en un micro-bíos que se aproxima a un micro-zoe 23 de umbrales sutiles que ponen bajo sospecha la enfermedad y la contaminación que la habitan. La pregunta esencial es ¿qué razones tiene la protagonista para preservar lo abyecto que la abyecta al mismo tiempo? y saber ¿qué razones vela (velar y ocultar el velo) para no eliminar los hongos y putrefacciones como un código residual de sentidos múltiples y abiertos?
Pensar en herpes vaginal es asociarlo generalmente con una patología infectocontagiosa, viral y, habitualmente, de transmisión sexual. Pero en este cuento los hongos no son ideados como una patología por la protagonista (que no tiene nombre), sino que se forjan como una prolongación más de su piel y quizás propician la conformación de un micro-bíos que coquetea con evolucionar en un micro-zoe. ¿Es esto posible? Existe aquí entonces una vertebración entre lo llamado humano con lo animal/vegetal o viviente (los hongos), en el que la mutación micótica y su proliferación se radican en la dermis como una secuencia que traspasa la enfermedad física y que asocian al personaje principal con nuevas maneras de convivir con el propio cuerpo del dolor. Y de la desprotección por la que circula (este cuerpo) situado en la intemperie baldía de la micro-zoe, que se debate en una inquietante disolución o comunión entre cuerpo y animalidad sutil o cuerpos y afectos explosionados. Es la piel desbordada en los excesos de los cuerpos y de las subjetividades la que perpetúa así una continuidad de membranas.
El micro-bíos coexiste en una relación interdependiente con el micro-zoe en forma de intrusión. Es decir, “el intruso es esa rivalidad y tensión entre la enfermedad y la medicina, los inmunodepresores y sus paliativos, lo que era y lo que soy. Esa combinación entre lo que era y lo que soy, algo así como un androide de ciencia ficción, un muerto-vivo” (Nancy, El intruso 32); o bien, un cyborg si tomo la definición de Donna Haraway en Ciencia, cyborgs y mujeres, cuando afirma que el cuerpo se extiende más allá de la piel (225) como una sobrepiel o huésped. Entonces, como veremos, los hongos en este relato intervienen como una intrusión o invasión aceptada y mutante.
“Cuando yo era niña, mi madre tuvo un hongo en una uña del pie. En el pulgar izquierdo, más precisamente. Desde que lo descubrió intentó cualquier cantidad de remedios para deshacerse de él” (Nettel 198): así comienza el cuento. La voz narradora en primera persona de una hija ya adulta relata las peripecias fungicidas de su madre y si ella se curó por la medicina o “si no fue el parásito quien decidió marcharse a otro lugar” (196). Lo repugnante y vergonzoso para la madre era “parte de la familia” o cotidianeidad para la niña, ya que el hongo significaba una “presencia” a la que proteger porque para ella, la micosis constituía apenas un desgarro protector de la piel y no un estigma pegado a la carne del pie. Esto es porque la piel diseña el umbral de lo abierto o la oclusión hacia el contacto con el exterior.
La narradora, a los treinta y cinco años, tras un fugaz adulterio con Laval, un compañero de estudios y concertista, contrae una micosis vaginal. Esto hace que ella no desee deshacerse de los hongos una vez culminada la infidelidad, porque le son propicios crear un efecto ilusorio de continuidad amorosa y su cuidado. Es decir, mantener los hongos para la protagonista supone mantener la creación de una comunidad micótica como sinécdoque de la exrelación amorosa y la necesidad de resguardar esa micosis como si fueran algo más que hongos. Aparentemente, finalizado el affaire, ella regresa a su hogar donde se inicia un proceso de extrañamiento/extranjería en el que su cuerpo experimenta varias mutaciones: “Sin embargo, la forma de estar en mi casa y en todos los espacios, incluido mi propio cuerpo, se había transformado” (213). El romance transitorio se encarna como un extranjero en su cuerpo y subjetividad; y ella, en lugar de extirparlo, será sumamente “hospitalaria” (Derrida, Hospitalidad 42) con el huésped. El primer síntoma que aparece en la piel de la mujer es un escozor en la entrepierna y luego la comezón, “al principio leve, casi imperceptible, se volvió intolerable. Sin importar la hora ni el lugar donde me encontrara, sentía mi sexo y hacerlo implicaba inevitablemente pensar también en el de Philippe” (Nettel 231), quien igualmente había contraído el herpes. La protagonista advierte que no padece una enfermedad grave y acepta que “los hongos pican; si están muy arraigados, pueden incluso doler. Hacen que todo el tiempo estemos conscientes de la parte del cuerpo donde se han establecido y eso era exactamente lo que nos sucedía” (233). Lo interesante ocurre cuando ella decide no curarse la picazón, porque aniquilar la micosis equivaldría a borrar las huellas de Laval de su cavidad vaginal. En este acto se intensifica la materialidad del cuerpo y su “vulnerabilidad” (Butler, Vida precaria 41). Al compartir la comunidad micótica, deja de ser algo privado/tivo de ella y vivencia la intromisión de su amante. Es lo viviente lo que penetra su genitalidad e irrumpe como lo indómito a través de la membrana dérmica, como un ligero picor primero, y como una invasión parasitaria después. Laval se instala por la fuerza; el cuerpo de ella reacciona y la torna sensible y obsesiva. Su soledad absoluta le posibilita ser hospitalaria. Ella era estéril y no le interesaba ser madre, no obstante, despliega la necesidad del cuidado: “Pensar que algo vivo se había establecido en nuestros cuerpos, justó ahí donde la ausencia del otro era más evidente, me dejaba estupefacta y conmovida. Los hongos me unieron aún más a Philippe” (Nettel 233). El adverbio “ahí” condensa un señalamiento del fragmento sexual y del reproductivo. Su cuerpo infértil lo es para el maternaje reproductivo biopolítico, pero no así para la creación de una colonia micótica que la lleva a creer que juntos consolidaron ese “devenirhongo” 24 que crece en ambos cuerpos como un souvenir sexoafectivo.
Ella “había desarrollado apego por el hongo compartido y un sentido de pertenencia. Seguir envenenándolo era mutilar una parte importante de mí misma” (234). En este apego, la protagonista recurre al cuidado de esa micosis como cuando era niña. Detrás de esa negación a sanarse y de sentir el dolor y el escozor, se vislumbra la carencia escamoteada de una vida prolongada en uniones imposibles. La ausencia y la angustia se anclan en la carne y se materializan en la micosis, sustituyendo el objeto de amor perdido o alejado.
Su micro-bíos la transforma en una figura abyecta, en un sujeto del zoe. La narradora se esfuerza en marcarnos a los lectores un régimen escópico de los repliegues de esa piel infecta y repulsiva que para ella exige presencia y atenciones:
Por eso me decidí no sólo a conservarlos, sino a cuidar de ellos de la misma manera en que otras personas cultivan un pequeño huerto. Después de cierto tiempo, conforme cobraron fuerza, los hongos se fueron haciendo visibles. Lo primero que noté fueron unos puntos blancos que, alcanzada la fase de madurez, se convertían en pequeños bultos de consistencia suave y de una redondez perfecta. Llegué a tener decenas de aquellas cabecitas en mi cuerpo. Pasaba horas desnuda, mirando complacida cómo se habían extendido sobre la superficie de mis labios externos en su carrera hacia las ingles. Mientras tanto imaginaba a Philippe afanado sin descanso en su intento por exterminar a su propia cepa (235).
Aparece solo una parte del cuerpo en primer plano como una frontera fragmentada y en movimiento continuo que nos hace pensar en un cuerpo fraccionado como una cartografía de zonas intensificadas en segmentos de interés. El dolor, la herida y la ausencia o abandono facilitan la salida del encierro y esa sacrificialidad parece ser la única forma de mutación y apertura donde incluso encuentra el placer.
El cuerpo es sensible a heridas que si se abren permitirían una posible cura. De este modo, puede ser reconstruido, deconstruido o modificado, según la necesidad de la protagonista. A su vez, Laval la sigue en esta ausencia/ presencia de lo abyecto: “recibí este mensaje en mi correo electrónico: mi hongo no desea más que una cosa: volver a verte” (236), así Laval le informa a la protagonista que desea reanudar el vínculo, desdoblándose y otorgándole cierta autonomía deseante al pene con micosis. Inmediatamente retoman la relación. Cabe destacar que ella estaba separada y vivía sola, recluida en su casa intentando decodificar la micosis. Leía acerca de los hongos y descubrió que “el aferramiento a la vida y al ser parasitado no pueden sino acercarlos a nosotros” (236). Entonces, ¿su vida con Laval qué era? O, mejor dicho, ¿cómo se vislumbra? ¿como una unión parasitaria? ¿como una dependencia que es imposible de escindir? Prosigue: “Concluí que con las emociones ocurre algo semejante: muy distintos tipos de sentimientos (a menudo simbióticos) se definen con la palabra «amor». Los enamoramientos muchas veces nacen también de forma imprevista, por generación espontánea” (237).
Ella acepta quedarse con los hongos sabiendo que son parásitos a los que hay que imponerles un límite:
Los parásitos –ahora lo sé– somos seres insatisfechos por naturaleza. Nunca son suficientes ni el alimento ni la atención que recibimos. La clandestinidad que asegura nuestra supervivencia también nos frustra en muchas ocasiones. Vivimos en un estado de constante tristeza. Dicen que para el cerebro el olor de la humedad y el de la depresión son muy semejantes (243).
En ese “somos” admite que el cuerpo delimita algo perecedero y precario que se presentifica en situaciones insostenibles de agudo dolor y, a veces, en simultáneo con placeres sexoafectivos, aunque su piel permanezca herida como una máquina deseante (Deleuze y Guattari 79) siempre insatisfecha, recluida y clandestina. Además, asume la “condición de ser invisible, con apenas vida propia, que se alimenta de recuerdos, […] o de lo que consigo robar a un organismo ajeno que se me antoja como mío […]. Paso muchas horas tocando la cavidad de mi sexo —esa mascota tullida que vislumbré en la infancia” (Nettel 247). La mano se desliza por la superficie de sus labios y siente un contacto amoroso, como si el tacto de la caricia encarnara grabar el propósito de una creación al placer parasitario, donde el recuerdo es una nueva versión de la vivencia.
Sus últimas palabras aluden a la resignación pasiva: “Permaneceré así hasta que él me lo permita, acotada siempre a un pedazo de su vida o hasta que logre dar con la medicina que por fin, y de una vez por todas, nos libere a Ambos” (247). Se refleja en este cuerpo una naturaleza económica de intensidades que exponen el ímpetu del dolor en la superficie corporal (Ahmed, La política cultural 59), manifestada en la huella hiriente del hongo y acentuada en la rugosidad de la piel masturbada.
CONCLUSIÓN
Como todo cuerpo abierto y pieles desplegadas, las conclusiones de este trabajo no son del todo oclusivas. Las operaciones en cada texto apuntan a producir diferentes efectos de sentido e interpelan a quienes leen la trama. De este modo, en la narrativa de los cuentos “Janice e o umbigo” y “200 m2” las protagonistas quedan a solas con su corporalidad aglutinada, ensalivada o explosionada, exteriorizando su piel a “flor de piel”. Verônica junto con su lenguaje cercenando su vida y Janice en un devenir hedonismo, hasta completarse en una desaparición del mundo.
El “Hombre sin suerte” y “Perro callejero” nos sitúan en una zona de incomodidad rotunda. Las dos ficciones siembran la sospecha del abuso y de la violación. En la primera, con el uso estratégico de la elipsis en la representación de la posible escena de la violación se plantea una reconstrucción de aquello que pudo haber pasado. El hombre es detenido y no se puede saber si obró con propósitos ocultos, si quiso pero no se atrevió, si su perversidad le alcanza con imaginar a la niña cambiándose la bombacha en el vestidor, o si realmente es un hombre sin suerte. Lo que no quita que la niña es por su puesto, una menor y que debe permanecer al resguardo de su madre y padre. También que el hombre sin suerte es un adulto que conoce las reglas de no acercarse a las niñas o niños con intenciones ambiguas o maliciosas. En lo que respecta a “Perro callejero”, la dificultad de la narración se plantea en el acto final que ejecuta el “Hombre Lobo”. Hasta que no la tira al piso y aplasta el cuerpo de la mujer arriesgo a afirmar, como una decisión de lo político ficcional, que no hubo violación sino sexo consensuado, pero lo que pone en jaque toda la historia y lo deja en la ambivalencia total es esa escena donde a ella se le saltan las lágrimas y siente dolor. Esa instancia no fue fantaseada por la protagonista y, por lo tanto, él rompe el pacto tácito que existía en esa relación sexual, más aún si lo equiparamos con el fragmento de la violación de María Schneider en “El último tango en París”. La violencia y el paralelo con el acto violatorio no dejan dudas de por qué la protagonista luego de tanto deseo decide no hacer una denuncia. Como un plus agregaría las palabras finales del cuento “Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja” de la escritora argentina Luisa Valenzuela que finaliza con la frase aterradora: “siempre hay un lobo” (37) esperando a cada una de nosotras. Como explicité más arriba, en tiempos donde la frase “yo te creo hermana” cobra en los feminismos y en muchas mujeres un lazo de solidaridad para con las mujeres que deciden denunciar actos de violencias ejercidos sobre ellas por varones, en este cuento, desde la enunciación la protagonista pone en duda la denuncia. Justamente se utiliza el recurso de la indecisión por parte del personaje porque se cuestiona cómo denunciar algo que deseó mientras en la narrativa se deja deslizar claramente cuál es momento que el acto sexual pasa a ser una violación: cuando el hombre, perro callejero, toma el control y rompe de alguna manera el pacto del sexo consensuado aplastando con su cuerpo y violando a la protagonista. Esa duda que ella expresa surge a raíz del deseo que manifestó de ser poseída sexualmente, de las poses que adoptó para atraer el sujeto que finalmente la viola. Lo que ella cuestiona es que nadie va a creer en su palabra sino que se volverá todo en contra de ella: “las respuestas que podría dar en el caso de una denuncia, retornarían a mí en una certera acusación” (54). Entonces calla en lugar de pasar por una segunda posible humillación al no ser creída su enunciación.
En “Hongos”, una mujer inteligente en plenitud sucumbe a una relación clandestina primero y parasitoclandestina, después que la deja a la intemperie, en un baldío solitario. La vinculación micótica la destruye, dejándola atrapada en una micro-zoe inmunitaria y abyecta. Es decir, permanece expulsada fuera de lo pensable; cambiada, extranjera en su propia piel, extraña y extrañada, casi deshumanizada, invisible a ese mismo régimen visual al que somete a su vagina cada vez que acaricia a los hongos. Ella se torna un contorno baldío.
Lo que exhiben estos cuentos son palabras y expresiones incómodas. Quizás intimidades vergonzosas por el estigma que puedan generar los episodios anómalos o extraños que a veces les suceden a algunos personajes. Los miedos, las soledades y los abandonos en estas sociedades desbordadas y líquidas –donde “conectarse y desconectarse de la red implica asumir riesgos” (Bauman 12)– producen en estas mujeres o niñas una cicatriz opaca y dolorosa que las deja atrapadas en una comunidad agobiante. Por eso, cada una a su manera se evade de la realidad y huye de los otros para acabar en la muerte o en un encierro eterno. De este modo, la escritura muestra realidades dolorosas y abyectas, así como representaciones normalmente excluidas y silenciadas en la literatura. Estos cuentos se centran en las carencias sexoafectivas y sitúan la materialidad de la carne, aquello mutante, monstruoso, híbrido, incómodo, desviado, raro, enfermo, animal. Pero también las pasiones y deseos en un primerísimo primer plano que deja al desnudo la fragilidad de los cuerpos en tiempos de amores líquidos y disueltos.
Las protagonistas acaban solas, aisladas en un espacio de la casa, en una privacidad autoimpuesta, quizás porque el afuera se torna insostenible. Recordemos que la soledad o el cautiverio impuesto a las mujeres desde lo literario representa un orden hegemónico político y vertical que evidencia un sistema opresivo del que puede escaparse a través de ciertas líneas de fuga, solo por momentos. Ellas finalizan recluidas en sus pieles abiertas, rajadas, heridas, estalladas, agujereadas, exhibidas, penetradas con una enorme cicatriz que les perfora hasta los huesos. Parecen fenecer en una intemperie maleable, de fronteras indefinidas y fluidas; sin embargo, en esta red de novísimas escritoras latinoamericanas pareciera haber un punto de salida, una línea de fuga que se repite en las narrativas y que se teje –una trama invisible– mediante una red tentacular donde cada personaje deviene “humus” (Haraway, Staying with 32). En los cuentos analizados, las protagonistas descubren una forma de vincularse con ellas mismas y con ese afuera, sin por ello quedar exceptuadas de percibir la fragilidad de cuerpos y pieles, la sensibilidad de los afectos inermes y la presencia aplastante del dolor en las políticas biocorporales (Ahmed, La política cultural 54).
Me gustaría concluir en este lineamiento con las palabras de Nancy respecto de las pieles y de los cuerpos del dolor: “La piel toca y se hace tocar. La piel acaricia y halaga, se lastima, se despelleja, se rasca. Es irritable y excitable. Toma el sol, el frío y el calor, el viento, la lluvia, inscribe marcas del adentro –arrugas, granos, verrugas, excoriaciones– y marcas del afuera, a veces las mismas o aun grietas, cicatrices, quemaduras, cortes” (Nancy, 58 indicios 25).
Las cicatrices en la piel funcionan como recordatorio de algo que se encarga de extinguir la ausencia de aquello que falta y naturaliza lo monstruoso de la huella y el cuerpo roto, una marca no luminosa da cuenta de la transformación o de exterminio. Cada herida en estos relatos es necesaria para narrar una tensión que va in crescendo y que no se resuelve nunca en la liquidez de las redes tentaculares.
Resumen:
FUGACIDADES SEXO AFECTIVAS, LÍQUIDAS Y BALDÍAS
OQUEDADES, ANIQUILAMIENTO Y FLUIDOS
VESTIDURAS PELIGROSAS
AMORES PERROS
HONGOS AMOROSOS
CONCLUSIÓN