in Revista de derecho ambiental (Santiago)
La incorporación de la doctrina del public trust en el Proyecto de Nueva Constitución de Chile: la custodia pública de la naturaleza
Resumen:
Este trabajo explica el origen y el devenir de la propuesta de incorporar la custodia pública de la naturaleza al proyecto de nueva Constitución chilena. Se elabora una iniciativa popular de norma que se incorpora a la discusión de la Convención Constitucional y que finalmente es aprobada, con modificaciones, por el pleno de dicha Convención. Explicamos primero la doctrina del public trust y su relación con las doctrinas del dominio público y de la función social de la propiedad, propias de nuestro ordenamiento jurídico nacional. Luego, se analiza la evolución que tuvo la discusión constitucional de esta propuesta y los cambios introducidos, en particular su unión indisoluble a la categoría de bienes comunes naturales. Finalmente, se plantea por qué constituye una propuesta innovadora para el Derecho Ambiental nacional, el alcance de su aplicación en los términos que en definitiva se configura la propuesta y se anuncian algunos de los requerimientos legales para su efectiva implementación.
Introducción
La Constitución chilena actual y las leyes que se han dictado conforme a ella no han logrado garantizar una debida protección de la naturaleza, ni han evitado el aumento de los conflictos socioambientales, derivados especialmente de una explotación exacerbada de sus componentes, como el agua, los bosques, el suelo, entre otros, sin consideración al interés público y el beneficio colectivo. La ausencia de un límite y control efectivo sobre el aprovechamiento de estos bienes junto a problemas graves de contaminación —acompañados de una importante desigualdad en la distribución de las cargas ambientales y otras dificultades derivadas de nuestra vulnerabilidad al cambio climático— han generado una presión sobre el ambiente que ha sobrepasado las bases actuales de nuestro derecho ambiental.
Es por ello que la oportunidad de contar con una nueva Constitución representó un espacio muy valioso de discusión, reflexión y propuesta en torno a las diversas instituciones que podrían enfrentar de mejor manera esta problemática y sentar bases nuevas, que aseguren una adecuada relación de respeto con la naturaleza y fortalezcan el cuidado que se le ha dado históricamente.
Para ello, sobre la base de un trabajo colaborativo desarrollado desde 2020 en conjunto con otros académicos chilenos y extranjeros y a partir de la llamada doctrina del public trust (Bauer, Blumm y otros, 2021: 1-34), propusimos una norma constitucional que consagrara una nueva estrategia dirigida a custodiar siempre la naturaleza.
Este trabajo tiene por objeto analizar la incorporación de dicha doctrina en el Proyecto de Nueva Constitución de Chile elaborado por la Convención Constitucional este 2022, a través de la custodia pública de los bienes comunes naturales, como un mecanismo reforzado de protección ambiental para contribuir de una manera eficaz a superar los problemas expuestos más arriba.
Se describe, en primer lugar, el proceso de análisis realizado para la adaptación del public trust al derecho nacional. En segundo término, se revisa cómo este trabajo se convirtió primero en una iniciativa popular de norma y, más tarde, en una apoyada por convencionales constituyentes que se discutió en la Comisión cinco de la Convención Constitucional. Además, se revisan los cambios que se hicieron a la versión original y los efectos que estos producen. En tercer lugar, se continúa con algunas reflexiones en torno a preguntas específicas de la custodia pública de la naturaleza, específicamente por qué constituye un mecanismo reforzado de protección ambiental como una innovación en el derecho nacional; así como su ámbito de aplicación, alcance y las normas necesarias para su efectiva implementación. Finalmente, se entregan algunas conclusiones.
Se debe prevenir que el análisis considera también otras normas ambientales o ecológicas contenidas en la propuesta constitucional que resultaron directamente relacionadas a este mecanismo de protección, como los llamados derechos de la naturaleza y, particularmente, la categoría especial de bienes comunes naturales, a la cual este mecanismo se conectó indisolublemente.
La doctrina del public trust y su adaptación al derecho chileno
La doctrina del public trust
Esta 1 doctrina es desarrollada por el derecho norteamericano y sostiene que existen ciertos recursos naturales que nos interesan a todos y, por lo tanto, no pueden ser controlados por un solo individuo, ya sea que este ejerza titularidad pública o privada sobre ellos ( Spyridon y LeBlanc ,1993 : 287-316). 2 Se trata, por lo tanto, de recursos que tienen una importancia inherente a cada individuo y a la sociedad como un todo ( Klass y Huang ,2009 : 1). De esta manera, establece la superioridad de los intereses públicos por sobre los intereses privados respecto de ciertos recursos naturales que se consideran críticos. Así, sostiene que ciertos elementos de la naturaleza están sujetos a una obligación especial por parte del gobierno, de administrarlos y protegerlos en beneficio del público. Esta relación se llama un trust en el inglés jurídico y tiene tres componentes:
1) una res (palabra latina que se refiere a los activos, recursos, o propiedad que son sujetos al trust); 2) un trustee (la persona o entidad que tiene un nivel especial de responsabilidad, un deber fiduciario, para administrar la res en beneficio de un «beneficiario»); y 3) un «beneficiario». Para la doctrina del public trust, la res serían los elementos de la naturaleza involucrados; el trustee es el gobierno, sea de la nación o de un Estado, ya que ambos tienen soberanía; y el beneficiario es el público en general dentro de la nación o del Estado, incluyendo las generaciones futuras (Bauer, Blumm, y otros 2021: 12).
La aplicación de esta doctrina al manejo de los recursos naturales, en beneficio de la protección de los intereses públicos involucrados, fue primero planteada por Joseph Sax en 1970 ( Sax, 1970 : 471-566). Este autor rescata el precedente adoptado por los tribunales norteamericanos consistente en la naturaleza pública de los derechos de propiedad sobre los ríos, el mar y la costa, que tiene su origen en el derecho romano 3 y en la carta magna inglesa. 4 A partir de este precedente judicial el autor plantea, por un lado, que los tribunales tienen una función que cumplir en la definición del manejo de los recursos naturales y, por el otro, que existe un derecho a interponer una acción judicial contra el gobierno cuando sea necesario limitar su capacidad de concesionar tales recursos a titulares privados ( Sax, 1970 : 475). En el fondo, lo que aquí se plantea es que el título que el Estado ejerce sobre ciertos recursos naturales es el de un fideicomiso, en representación del público y, por ello, no se puede concesionar completamente a privados ( Raff, 1998 : 673).
De esta manera, esta doctrina impide «el establecimiento de monopolios privados, garantizando que los recursos del public trust no se regalen y que estén protegidos de impactos significativos desde el punto de vista ambiental» (Bauer, Blumm y otros, 2021: 12-13). Además, aun cuando —en su origen— los elementos de la naturaleza sujetos a la doctrina del public trust son inalienables y de dominio público, esta doctrina permite la convivencia con ciertos derechos privados de uso. La relación y el balance entre derechos privados y el interés público son precisamente el tema central de la doctrina del public trust y para entender su razonamiento legal se presentan a continuación dos casos judiciales paradigmáticos: Illinois Central Railroad con Illinois de 1892 y National Audubon Society con Superior Court of Alpine County de 1983.
El primero, es el caso más importante en la jurisprudencia de esta doctrina en Estados Unidos ( Sax, 1970 : 489-491; Spyridon y LeBlanc ,1993 : 292). En este caso, la Corte Suprema norteamericana acogió una solicitud del Estado de Illinois que buscaba declarar inválida una concesión indefinida que se había otorgado previamente —en 1869— a la Compañía Ferroviaria de Illinois, sobre el lecho del Lago Michigan. Esta comprendía casi la totalidad de la línea de la costa de la ciudad de Chicago y la Corte mediante esta sentencia impidió su privatización. Al confirmar la revocación de la concesión sin indemnización, con el argumento de que la disposición inicial era nula, reconoce que el Estado tiene una especie de dominio público del terreno o lecho bajo las aguas navegables, que no se puede enajenar nunca, porque está siempre sujeto a ciertos deberes para con el público. Ese deber irrenunciable del gobierno se llama el public trust.
Según el análisis de Sax, esta doctrina no implica el establecimiento de una prohibición de enajenación a privados de las tierras pertenecientes al public trust. Más bien lo que el fallo sostiene es que un Estado no puede desprenderse de su autoridad para gobernar una zona completa, lo que habría ocurrido si se hubiese confirmado la concesión sobre toda la línea de la costa de la ciudad de Chicago, impidiéndole al Estado ejercer sus facultades, por ejemplo, en materia de navegación ( Sax, 1970 : 489). A partir de este fallo —y otros que analiza en su trabajo—Sax afirma que los precedentes judiciales de la doctrina del public trust permiten formular la siguiente regla: «no es posible otorgar una concesión a un privado si esta es de tal amplitud que el Estado habrá efectivamente renunciado a su autoridad para gobernar» ( Sax, 1970 : 489). Este caso de 1892 ilustra la potencia del public trust al imponer una restricción a la capacidad del gobierno para entregar a la industria privada el control monopólico de los recursos sujetos a esta.
El segundo caso mencionado, de la Corte Suprema de California en 1983, National Audubon Society con Superior Court of Alpine County, conocido popularmente como el fallo de Mono Lake, está relacionado con la protección de los diversos servicios que proporciona este lago como ecosistema versus los derechos de privados para extraer agua. 5 El caso se refiere al sistema del acueducto de la ciudad de Los Ángeles, que se abastece del río Owens, de una cuenca al lado oriental de la Sierra Nevada, mediante un trasvase de más de 300 kilómetros de distancia. El acueducto original se construyó a principios del siglo XX y desde entonces se han exportado aguas del valle Owens a Los Ángeles. El lago Mono se ubica en la cuenca vecina del río Owens, también al lado oriental de la cordillera. El Departamento de Agua y Energía de Los Ángeles compró derechos ribereños de aguas en cuatro afluentes al lago y en 1940 solicitó derechos adicionales. Sin perjuicio de los impactos previsibles en el nivel del lago Mono, al desviar sus afluentes, se otorgaron los derechos debido a que la Ley de Aguas del Estado fijó el uso doméstico como la prioridad superior en el uso. La exportación de agua del valle Owens aumentó notablemente en la década de 1970 después que Los Ángeles construyó un segundo tubo del acueducto y empezó a desviar los cuatro afluentes mencionados (junto con extraer muchas aguas subterráneas del valle). Los impactos ambientales en el lago Mono no se dejaron esperar y cayó su nivel. Un grupo de ONG ambientalistas fueron a los tribunales, tanto estatales como federales, en 1979 y 1980. En este caso, una Corte Federal consultó a la Corte Suprema de California sobre las leyes del Estado que controlan los derechos de aguas. La pregunta legal fue: ¿cuál es la relación entre el sistema de derechos de agua de apropiación y la doctrina del public trust? Bajo el supuesto que fueran contradictorios, ¿cuál de los dos domina al otro si entran en conflicto?
La Corte de California estableció, en primer lugar, que el propósito de la doctrina ha cambiado en el tiempo, incluyendo actualmente intereses que van más allá de la navegación, comercio y pesca, abarcando la recreación y ecología. Por otra parte, señaló que, al proteger las aguas navegables, la doctrina del public trust afecta también las aguas no navegables que están conectadas. Por último, sostuvo que el Estado tiene tanto la potestad como el deber de proteger las aguas navegables. «El public trust es más que una afirmación del poder del Estado a ocupar la propiedad pública para propósitos públicos. Es una afirmación del deber del Estado de proteger la herencia común del pueblo en cuerpos de agua» (Bauer, Blumm y otros, 2021:13-16).
En cuanto al sistema de derechos de aguas de apropiación, la Corte subrayó la importancia de una enmienda a la Constitución del Estado de California en 1928, la que dice, en el fondo, que «no hay derecho adquirido a un uso de agua no razonable». La cláusula constitucional sigue vigente en el día de hoy y, como se ve en su artículo 10, sección 2, requiere que el uso de agua sea «razonable y beneficioso […] en el interés del público y para el bienestar público». Según la Corte, la Constitución «establece la política hídrica del Estado. Todos los usos de agua, incluyendo los usos del public trust, deben ahora conformarse al estándar de uso razonable».
Finalmente, la Corte se niega a elegir entre las dos doctrinas, concluyendo que ambas tienen elementos esenciales para la planificación y asignación de aguas y que son compatibles y no contradictorias. Se trataba de «buscar un ajuste» entre las reglas y principios de ambas doctrinas, de manera equilibrada y pragmática. De esta manera, se flexibiliza el sistema y se fortalece una política de largo plazo, que considere tanto los usos humanos como ambientales, pudiendo revisarse decisiones de asignación del pasado, que pueden ser incorrectas a la luz del conocimiento actual.
De acuerdo con Blumm, el razonamiento de la Corte en Mono Lake demuestra que la doctrina del public trust no atenta contra la propiedad privada en general, sino que busca acomodar la relación entre derechos privados y derechos públicos con respecto a determinados recursos, especialmente las aguas ( Blumm , 2010 : 649-667).
A partir de los casos relatados y del trabajo de reconocidos autores, se puede concluir que los requisitos para que un recurso natural sea parte del public trust son tres: primero, que el recurso sea utilizado no solo con un fin público sino que también se encuentre disponible para el uso del usuario en general; segundo, que sea inalienable, es decir, no se pueda vender; y, tercero, que el recurso se mantenga para ciertos y particulares tipos de usos, ya sean tradicionales —navegación, recreación, pesca— o para usos que deben estar relacionados de alguna manera con las utilizaciones naturales de tal recurso ( Sax, 1970 : 477).
Estos requisitos se asociaron, en su origen, con las aguas y lechos de ríos, lagos y mar, sin embargo, con posterioridad diferentes autores la han extendido a otros recursos naturales, tales como el aire, los parques naturales, las playas, las tierras públicas, la vida silvestre, humedales, peces, aguas subterráneas e, incluso, a todos los bienes naturales y ecología (Wood, 2014: 143-164). La aplicación de la doctrina a todos estos elementos de la naturaleza se basa en el reconocimiento de que existen ciertos recursos naturales, al igual que las aguas, cuyos usos tienen una naturaleza que es pública, lo que hace que sea inapropiado darles usos que tengan una finalidad privada.
Para Sax, el mejor ejemplo de esta afirmación se encuentra precisamente en el derecho de aguas, donde, sostiene:
No se ejerce un derecho de propiedad sobre el agua de la misma manera que sobre un reloj o unos zapatos, sino que se ejerce solo en usufructo —derecho que incorpora las necesidades de los demás—. Por ello se considera necesario que el gobierno regule los usos de las aguas para el beneficio general de la comunidad y que tome en consideración la naturaleza pública y la interdependencia que la cualidad física del recurso implica (1970: 485).
Lo que Sax sostiene al argumentar la aplicación del public trust es que el Estado, cuando ejerce dominio sobre los recursos naturales, está sujeto a una mayor exigencia que solamente la de destinarlo a una finalidad pública. En efecto, respecto de este tipo de elementos el Estado debe actuar en su calidad fiduciaria frente a la comunidad ( Sax, 1970 : 478). Por lo tanto, el public trust constituye en la práctica una limitación al dominio público de los recursos naturales.
Por otro lado, se señala que los recursos del public trust son objeto de intereses difusos cuya representación, en el proceso de adopción de decisiones sobre su acceso, uso y aprovechamiento, no se encuentra lo suficientemente incorporada. Esta ausencia se debe principalmente a que se trata de intereses que detentan una mayoría desorganizada y difusa frente a los intereses de minorías más poderosas que responden a intereses propios y privados ( Sax, 1970 : 560-561). A partir de esta constatación es que Sax promueve el rol del poder judicial en la determinación de los límites a los derechos de acceso, uso y aprovechamiento de los recursos naturales, ya que a su juicio son los tribunales los que pueden promover la igualdad en la consideración de estos intereses difusos. De esta manera, las cortes tendrían una función democratizadora, a diferencia del poder ejecutivo o legislativo que se pueden ver capturados más fácilmente por los intereses privados ( Sax, 1970 : 560-561).
Aunque en muchas jurisdicciones la doctrina del public trust es una obligación implícita impuesta al soberano y reconocida por los tribunales —lo que supone un sistema judicial independiente que dé una amplia posibilidad de presentar casos por parte del público y así permitir que los tribunales supervisen la protección de los componentes o ecosistemas del public trust—, en otras se reconoce explícitamente en el lenguaje constitucional, legislativo o reglamentario. Tal es el caso de algunos estados norteamericanos que han incluido la doctrina del public trust en sus constituciones. Se revisan a continuación los casos de Pensilvania y Hawái.
El Estado de Pensilvania incorpora, en 1971, una enmienda sobre derechos ambientales a su Constitución que captura la esencia de la doctrina del public trust. Así en el artículo 1, sección 27 sostiene que:
Las personas tienen derecho al aire limpio, al agua pura y a la preservación de los valores naturales, paisajísticos, históricos y estéticos del medio ambiente. Los recursos naturales públicos de Pensilvania son propiedad común de todas las personas, incluidas las generaciones futuras. Como trustee de estos recursos, [el Estado] deberá conservarlos y mantenerlos para el beneficio de todo el pueblo.
Además, en su artículo 1, sección 1, esta comienza con una declaración de «ciertos derechos inherentes e irrenunciables que poseen todos los miembros del público» incluyendo los derechos a la propiedad, la libertad religiosa y de expresión, y el derecho a la protección de los recursos naturales públicos.
Por su parte, el Estado de Hawái codificó en 1978 la doctrina del public trust en su Constitución, artículo 11, sección 7, de la siguiente manera:
Para el beneficio de las generaciones presentes y futuras, el Estado y sus subdivisiones políticas conservarán y protegerán la belleza natural de Hawái y todos sus recursos naturales, incluida la tierra, el agua, el aire, los minerales y las fuentes de energía, y promoverán el desarrollo y la utilización de estos recursos de manera acorde con su conservación y la promoción de la autosuficiencia del Estado. Todos los recursos naturales públicos son mantenidos por el Estado en beneficio de toda la población.
La Constitución agrega en otra parte que el «Estado tiene la obligación de proteger, controlar y regular el uso de los recursos hídricos de Hawái en beneficio de su pueblo».
Ambas constituciones han permitido, en la práctica, interpretaciones que han protegido el medio ambiente, la naturaleza y los intereses públicos involucrados en su protección (Bauer, Blumm y otros, 2021: 16-18). La importancia de constitucionalizar los public trusts en Hawái y Pensilvania radica en el hecho de que, como tal, no está sujeta a derogación o disminución por parte de la legislatura o agencias gubernamentales.
Cabe señalar que la doctrina ha sido desarrollada por diversos países a nivel constitucional y/o jurisprudencial —por ejemplo, India, Kenya, Canadá, Uganda, Etiopía, Papúa Nueva Guinea, Esuatini, Ghana, Tanzania— aplicándola para la protección de recursos naturales vitales en contra del mal uso o inacción de los gobiernos (Collins, 2021: 56-59 y May y Daly, 2015: 267-269).
La adaptación de la doctrina del public trust al derecho chileno
El derecho chileno se inserta en la tradición jurídica continental, diferenciándose de la cultura jurídica norteamericana, que se desarrolla a través de la jurisprudencia y los precedentes judiciales. En Chile el rol de los jueces es mucho más acotado, por lo que, para analizar la incorporación de la doctrina del public trust a nuestro ordenamiento jurídico, debemos revisar su contenido sustantivo antes que su forma de implementación. Este trabajo, 6 por lo tanto, se centra en analizar si sustantivamente la doctrina del public trust es una herramienta que podría servir para el fortalecimiento de la protección constitucional del medio ambiente y la naturaleza en Chile.
Para ello, revisaremos las normas de la Constitución chilena vigente relacionadas con la protección del medio ambiente y los recursos naturales y que se vinculan a los contenidos de la doctrina del public trust. Ellas son las disposiciones que tratan sobre los bienes nacionales de uso público y las limitaciones a la propiedad privada fundadas en su función social, respectivamente. Es decir, las normas constitucionales relevantes para evaluar si la incorporación de la doctrina del public trust en nuestro derecho constitucional representa una mejora en la protección de la naturaleza, son aquellas que regulan el dominio público y la propiedad privada de los recursos naturales. Esto es, las disposiciones contenidas en el artículo 19 número 23 y 24 de la Constitución vigente. 7
La doctrina de los bienes nacionales de uso público
La doctrina del dominio público en Chile no se encuentra incorporada directamente en la Constitución. Solo existe una referencia a los bienes que «deban pertenecer a la nación toda» como excepción a la garantía de la libre apropiabilidad de los bienes. 8 De aquí que no existen estándares constitucionales sustantivos relativos a las potestades y deberes del Estado como administrador o titular de esta clase de bienes. Sin perjuicio de ello —y pese a lo que ocurre en la práctica— se puede deducir que se trata de un grupo de bienes o recursos que son asignados a la autoridad estatal para que los destine a una determinada finalidad. La titularidad pública de estos bienes los excluye de la propiedad privada y obliga al Estado a regirse por un régimen jurídico distinto en su gestión. De esta manera, la autoridad no puede disponer de estos recursos a su arbitrio, sino que debe administrarlos para preservarlos en el tiempo con el objeto de cumplir con el fin público que motivó su asignación.
Por otra parte, la Constitución chilena no indica qué bienes forman parte del dominio público. La determinación de cuáles lo constituyen queda entregada a la ley. 9 Los únicos bienes que se encuentran asignados constitucionalmente al dominio público son los recursos minerales, de acuerdo al artículo 19, número 24 inciso 6.
En consecuencia, la Constitución chilena no configura adecuadamente que comprende el dominio público ni impone al Estado un deber expreso o activo de proteger la naturaleza y velar por la finalidad pública inherente a los bienes naturales que son parte del dominio de todos. Ella simplemente permite que la ley excluya ciertos bienes de la libre apropiabilidad privada.
Autores como Atria y Salgado (2015: 50) han insistido en la importancia que tiene la preservación de una finalidad para la doctrina del dominio público. Ellos explican que el dominio público
Es la forma que utiliza el Derecho para destinar ciertos bienes a fines de interés general. Su objeto, en términos generales, es que dichos bienes que forman parte del dominio público puedan servir al fin para el cual fueron específicamente destinados y que, por tanto, no estén subordinados a lo que arbitrariamente decidan eventuales propietarios, como sucede con los bienes privados.
Luego sostienen que «para lograr estos objetivos, los bienes que forman parte del dominio público i) son extraídos del comercio privado, es decir, del mercado, y ii) se hacen inapropiables por parte de los particulares». Así, los bienes públicos están sometidos a un régimen distinto al derecho privado y, en consecuencia, son inalienables, inembargables e imprescriptibles. 10
Sin embargo, las características de la regulación nacional aplicable a los recursos naturales de dominio público no se distinguen mayormente de las características de la regulación aplicable a los recursos naturales de propiedad privada. Así, la ausencia de planificación para el uso de los recursos, la inexistencia de usos preferentes, la perpetuidad y la gratuidad con que se entregan los derechos de uso —caso paradigmático es el de los derechos de aprovechamiento de aguas, que recién con la reforma del 2022 del Código de Aguas incorpora un plazo para su otorgamiento futuro—, y la propiedad privada que la Constitución garantiza a los titulares de derechos o concesiones implican, en la práctica, que las facultades del Estado como administrador de los recursos naturales de titularidad pública son débiles o menos intensas de lo que se podría esperar, en cuanto bienes de dominio público (Hervé, 2015: 223-299).
Lo anterior permite concluir que las bases constitucionales del dominio público son insuficientes para lograr la protección de la naturaleza, en los términos que propone la doctrina del public trust. Por lo tanto, en un sistema jurídico como el nuestro, para garantizar dicha protección, resulta necesaria la regulación constitucional del dominio público, el establecimiento claro de deberes de protección, conservación y restauración de los recursos que forman parte de esta categoría y la justificación de los mismos en el interés público que representa la naturaleza para las generaciones presentes y futuras. Así mismo, se debiera establecer un claro régimen de títulos administrativos de uso y goce que asegure que, en la práctica, el uso de estos bienes naturales no termine por privatizarlos o destruirlos.
Por último, cabe resaltar una característica de nuestro ordenamiento jurídico sobre los bienes nacionales de uso público, que es coherente con el modelo de protección del public trust. Para Delgado Schneider, (2005: 913, 935-937) el Código Civil de 1855 estableció que estos bienes son aquellos que pertenecen a la nación o pueblo y en los que además debe asegurarse un uso para todos. Y para ello —tal como ocurre en el public trust— consagró una acción ciudadana que puede ser ejercida por cualquiera del pueblo y las municipalidades, cada vez que ocurran situaciones que atenten contra este uso común, incluidas cuestiones ambientales. Obviamente si la acción prospera, el privado deberá abstenerse, demoler, quitar toda obra o actividad que atente contra el uso común, sin indemnización. Con los años, sin embargo, debe advertirse que esta «coherencia del sistema» se fue perdiendo. Por ejemplo, la acción constitucional de protección contenida en el artículo 20, no es de carácter «popular» 11 y, por su parte, la Ley 19.300 de Bases Generales del Medio Ambiente considera como legitimados de la acción ambiental solo al Consejo de Defensa del Estado, las municipalidades y las personas naturales o jurídicas que hayan «sufrido» el daño, sin comprender la naturaleza colectiva o pública del daño ambiental.
La función social de la propiedad
Una segunda doctrina constitucional chilena comparable con la doctrina del public trust es la doctrina de la función social de la propiedad privada. Según esta doctrina la propiedad privada no solamente otorga facultades a su titular, sino que también lo obliga ( Raff, 1998 : 671). Es decir, el derecho de propiedad impone un deber al dueño de utilizar el bien en la satisfacción de necesidades comunes o colectivas. Se reconoce, por lo tanto, la existencia de otros intereses distintos al del propietario y de un interés público general que exigen el establecimiento de limitaciones al derecho de propiedad privada (Diez-Picazo, 2007: 64-65 y en Chile, Peñailillo, 2019).
La Constitución chilena incorpora la función social de la propiedad privada en el artículo 19 número 24, mediante la regulación de la limitación y la privación de este derecho. En primer lugar, el inciso segundo de esta disposición, establece que «solo la ley puede establecer [...] las limitaciones y obligaciones que deriven de su función social. Esta comprende cuanto exijan los intereses generales de la Nación, la seguridad nacional, la utilidad y la salubridad públicas y la conservación del patrimonio ambiental». Luego, en el inciso tercero, la Constitución permite a la autoridad privar a un particular de su propiedad a través de la expropiación por causa de utilidad pública o de interés nacional autorizada por ley general o especial. Dado que la expropiación supone un enriquecimiento del patrimonio del Estado, la Constitución en este caso exige una indemnización, lo que no se exige, al menos expresamente, respecto de las limitaciones. En este último caso el titular del derecho afectado debe soportar la limitación sin compensación económica.
De esta manera, la doctrina de la función social de la propiedad sirve como justificación de regulaciones no indemnizables de la propiedad en una forma similar a la doctrina del public trust. 12 Además, como se ha indicado, la función social incorpora dentro de sus componentes la idea de «conservación del patrimonio ambiental», lo que acentúa los paralelos con la doctrina del public trust. Sin embargo, cabe resaltar que una limitación importante de la función social es que ella opera defensivamente, justificando regulaciones estatales de la propiedad, pero sin imponer un deber de acción del Estado. En otras palabras, la función social no impone un deber positivo de actuar para proteger el medio ambiente o destinar los recursos naturales a un determinado fin (Bauer, Blumm y otros, 2021: 21).
A partir de lo analizado, se concluye que no existe en la Constitución chilena vigente una cláusula que, de manera equivalente a lo que dispone la doctrina del public trust, establezca de manera clara e inequívoca un deber activo de los órganos del Estado de velar por la protección de la naturaleza, así como por el acceso y uso público de sus componentes, en beneficio común ( Rose , 1998 : 358).
Es por ello que los autores del Informe Protección de la Naturaleza y una Nueva Constitución para Chile: Lecciones de la Doctrina del Public Trust afirman que:
En un país como Chile, que sigue la tradición legal continental, el establecimiento expreso de tal deber, en la norma de mayor jerarquía, implicaría contar con dos posibilidades que las normas actualmente existentes no ofrecen. Por una parte, un título para que el legislador y los órganos administrativos puedan adoptar decisiones que protejan el medio ambiente y los recursos naturales en ejercicio de sus potestades de regulación y de gestión. Por otra, y pensando en los tribunales u otro órgano que cuente con atribuciones de control, un parámetro contra el cual se podrían contrastar la actuación de los operadores estatales que inciden sobre estos recursos (Bauer, Blumm y otros, 2021: 22).
La incorporación de la custodia pública de la naturaleza a la propuesta constitucional chilena
Con el objetivo de incluir una adaptación del public trust al derecho chileno, como mecanismo reforzado de protección ambiental, se presentó a la Convención Constitucional la iniciativa popular de norma: Custodia pública de la naturaleza (número 46.164) 13 con casi cinco mil firmas. 14 Esta fue la base de otras propuestas populares, como la de la Sociedad Civil por la Acción Climática (SCAC). 15 Pero al no lograr las firmas requeridas para ser incorporada directamente a la discusión de la Convención fue finalmente patrocinada por un grupo transversal de constituyentes. 16
La norma fue aprobada en general en la Comisión número cinco de la Convención Constitucional: de Medio Ambiente, Derechos de la Naturaleza, Bienes Naturales Comunes y Modelo Económico. 17 Sin embargo, en la votación en particular de la Comisión, se aprobó la indicación supresiva de todo el artículo que la contenía, sin una real discusión que permitiera conocer los argumentos de tal decisión, aunque la mayor parte de sus normas se transformaron —con cambios importantes— en varios otros artículos de la propuesta llevada al pleno de la Convención Constitucional. En la tabla 1 podemos apreciar el texto original de la norma propuesta y el texto finalmente aprobado por el pleno de la Convención.
La custodia pública de la naturaleza. Texto original
La norma que se propuso estaba compuesta de cinco incisos. En el primero se establecía un deber general, de custodia, para el Estado y sus organismos, respecto a la naturaleza, sin importar su titularidad, puesto que ella puede ser tanto «común a todos los hombres» (esto es, sin titularidad, como el aire), de la nación o pueblo (el agua), privada (un bosque nativo) o estatal (minas).
En la Constitución de 1980 ya existe el deber del Estado de preservar la naturaleza. Sin embargo, como ella no ha sido suficiente, se propuso mejorar la norma con estándares más precisos y actuales de protección. Así, se incluyó en la propuesta custodiar toda la naturaleza, independiente de su titularidad, con énfasis en la protección de la biodiversidad 18 y geodiversidad, 19 como dimensiones sistémicas de esta. Por otro lado, el deber del Estado cambia a custodiar. ¿Qué implica custodiar? Un estándar mucho más alto que proteger pues considera siempre supervigilar y garantizar la integridad de los ecosistemas (visión ecocéntrica) y la mantención de sus contribuciones a la sociedad (visión antropocéntrica). Este primer inciso cierra con la consideración expresa a las generaciones futuras, hasta ahora no consideradas en la Constitución vigente.
En el inciso segundo, se impone para el Estado un deber adicional de custodia cuando se trata de bienes naturales de carácter público en sentido amplio. ¿Cuál es el deber adicional? El Estado debe, más allá de su obligación como administrador de tales bienes, conservarlos y mantenerlos para el beneficio común de las generaciones presentes y futuras evitando la pérdida de sus valores naturales y culturales, y garantizando la equidad en su uso. Así se busca reforzar el deber de custodia respecto de los bienes que son de interés común de todas las personas, pues se entiende que sobre estos existe una obligación aún mayor por parte del Estado en cómo se usan. Se incluye también el acceso responsable (no cualquiera) a los mismos. En tal sentido este acceso responsable variará dependiendo del bien del que estemos hablando; por ejemplo, para playas de mar y de río, las zonas de montaña y áreas protegidas fiscales, entre otras, implica la necesidad de fijar vías de acceso para el uso de dichos espacios. Por otro lado, para el caso de los minerales, los vientos u otras fuentes de energías renovables implicaría el cumplimiento de ciertos estándares que permitan garantizar un acceso público a los procesos administrativos que significarán un uso privativo de dichos bienes. Este aspecto se debe abordar a nivel legal y reglamentario.
Un tercer inciso —dado que la Constitución actual no tiene una configuración adecuada de los bienes del dominio público pues solo se refiere a las minas como del Estado y menciona indirectamente a las cosas comunes de todos los hombres y los bienes de la nación o pueblo—, se propone aclarar que «los bienes públicos naturales, son propiedad común de todas las personas, incluidas las generaciones futuras» (como en la Constitución de Pensilvania). Luego se agrega una enumeración de los bienes públicos naturales que estarían sujetos a este deber adicional de custodia. Sin embargo, dicha lista no es taxativa y queda abierta a que el legislador pueda en el futuro declarar otros bienes como públicos sujetos a custodia. Se incluye el mar territorial, su fondo marino y las playas de la zona costera; las aguas, sus cauces y playas; los glaciares y los humedales; los campos geotérmicos, los vientos y otras fuentes de energías renovables que defina la ley; el aire y la atmósfera; el material genético de la biodiversidad nativa nacional; la fauna silvestre y los peces; las zonas de montaña, las áreas protegidas y los ecosistemas terrestres de titularidad estatal; y los minerales y el subsuelo.
En esta enumeración se considera lo que actualmente ya es público (minas, 20 energía geotérmica, 21 mar territorial, aguas), otros elementos que se consideran un bien común a todos los hombres (por ejemplo, aire) y además, se agregan expresamente bienes que no tienen titularidad (por ejemplo, el material genético de la biodiversidad nativa nacional), bienes que pueden ser privados (como los humedales, lo que requerirá un régimen de transición), bienes que son res nullius (como la fauna silvestre y los peces), y otros bienes, solo cuando fuesen fiscales (como las zonas de montaña y ecosistemas terrestres).
A continuación, la propuesta normativa pone límites al ejercicio del dominio público por parte del Estado custodio, respecto de los permisos, derechos, concesiones o autorizaciones que otorgue para usar los elementos de la naturaleza, justamente para evitar que, en la práctica, ellos terminen siendo privatizados o tratados meramente como un bien mercantil. Se establecen límites claros y comunes para todos estos títulos y evitar lo que ocurre hoy en que, por ejemplo, el agua, nuestro mayor problema, se otorga a particulares de manera perpetua, gratuita, sin posibilidades de revocación o caducidad (salvo las hipótesis muy acotadas incorporadas en la reforma del año 2022 al Código de Aguas). Se propone, entonces, que:
Todo título administrativo que permita el uso privativo de los bienes naturales públicos, será otorgado conforme a la ley, por el Estado y sus organismos, en su calidad de custodios, de manera temporal, sujeto a causales de caducidad y revocación, con obligaciones específicas de conservación, estableciendo limitaciones, restricciones y tarifas, siempre que ellas estén justificadas en el interés público y el beneficio colectivo. Estos títulos no generan derechos de propiedad privada.
Creemos en la necesidad de un régimen consistente para todos los elementos de la naturaleza que permita configurar un sistema de regulación y protección coherente. Por cierto que establecer una norma como esta implica una revisión posterior de toda la legislación que regula cada uno de los regímenes especiales (pesca, minería, agua), pero permitirá establecer bases comunes constitucionales sin tener que darle a cada uno una regulación detallada a nivel constitucional, que pueda caer en vacíos o contradicciones.
Y, finalmente, como el Estado custodio debe rendir cuentas de su actuar, en el inciso final se considera una acción, para que «cualquier persona» pueda acudir a los tribunales, los que no podrán rehusar conocer de esta acción para exigir el cumplimiento de los deberes constitucionales de custodia de la naturaleza establecidos en esta norma. Como ocurre muchas veces cuando, por ejemplo, se interpone una acción de protección y la Corte se excusa de resolver el fondo aduciendo que los hechos ya están siendo conocidos por otras autoridades, especialmente las fiscalizadoras. Esta acción sirve para lo que el Estado hace, como para lo que no hace, o cuando no lo hace oportunamente. Obviamente el legislador determinará el procedimiento y los requisitos de la acción que aquí se consagra, pero nada impide que, aprobada como norma constitucional en el futuro, esta acción sea conocida inmediatamente por los Tribunales de Justicia.
Resulta fundamental que la Constitución permita a los ciudadanos exigir que estos deberes de custodia se cumplan y para ello se propone una amplia legitimación activa, que se condice con que se trata en general de bienes de propiedad y uso común (y así se mantiene la tradición de que «cualquiera del pueblo» pueda velar por el uso común de los bienes nacionales de uso público del artículo 948 del Código Civil). Será la ley la que determinará qué tribunales serán competentes para conocer esta acción. Una posibilidad son los Tribunales Ambientales, para que, con el tiempo, todas las autoridades sectoriales (forestal, agrícola, entre otras) y los títulos que otorguen puedan ser revisados desde la óptica ambiental. El legislador deberá indicar el procedimiento y los requisitos de la acción considerada en esta norma. Pero no podrá limitar la legitimación activa o el ámbito amplio de esta acción (la que no se limita a la sola reclamación de ilegalidad), pues estos mínimos ya están establecidos en la Constitución. En caso de demora en dictar la ley que establezca estos requisitos, se entiende que la acción es constitucional y por ello el poder judicial no puede excusarse de conocer estos reclamos. Pero también podrá recurrirse a la Contraloría y demás organismos, por las vías ordinarias, las que en general proceden contra actos administrativos. Y esta acción, además, permite proceder contra omisiones.
La custodia pública de los bienes comunes naturales. Texto aprobado en la Convención Constitucional
El pleno de la Convención Constitucional aprobó finalmente varias disposiciones contenidas en los informes de la Comisión de Medio Ambiente acerca de la custodia pública de la naturaleza, pero vinculándola con dos nuevas categorías: los bienes comunes naturales y los derechos de la naturaleza, las que iban en iniciativas diferentes.
En efecto, una vez superado el plazo para las iniciativas populares, varios convencionales presentaron una iniciativa de norma basada en la custodia pública de la naturaleza, pero estableciendo que esta se ejercía sobre los bienes comunes naturales. 22 La propuesta señalaba:
Los bienes comunes naturales son aquellos elementos o componentes de la Naturaleza que son comunes a todos los seres vivos, pueblos y naciones de Chile, incluidas las generaciones futuras. No son susceptibles de propiedad ni dominio alguno y existe un interés general prioritario en su preservación. Nadie puede apropiarse de los bienes comunes.
Precisamente esta idea de la inapropiabilidad de estos bienes se tornó en el foco principal de la discusión de la Comisión y especialmente del pleno. Dada la relevancia que adquirió esta nueva categoría en la propuesta y su vinculación con la custodia pública, es que nos detendremos brevemente en este análisis.
Los bienes comunes naturales
En la fundamentación de la norma sobre bienes comunes naturales —citando a Ostrom (2009), aun cuando esta autora, no pone el foco en la inapropiabilidad de los bienes comunes— se señaló expresamente que:
La denominación de bienes comunes apunta específicamente a consagrar la inapropiabilidad absoluta de algunos componentes ambientales, lo que no obsta a las obligaciones de cuidado, protección y administración ecológicamente responsable, que requieren actualmente. Al ser sustraídos de todo tipo de propiedad, se consagra la obligación para el Estado de poder establecer los mecanismos de gobernanza que posibiliten una democratización en la definición y toma de decisiones relativa a su uso, acceso y aprovechamiento, que valorice y priorice la toma de decisiones por los habitantes del territorio. Los bienes comunes implican la sustracción absoluta de dichos elementos y componentes de las reglas del dominio, ya sea público o privado. De tal manera, incorporan un sistema de gobernanza que el Estado debe propiciar, sin decidir qué y cómo se distribuyen y utilizan, como ocurre con aquellos bienes de dominio público, sino que se encuentra obligado a construir y desarrollar una estructura institucional de composición mixta entre Estado y cohabitantes del territorio.
La polémica a este respecto —si se puede resumir en estas breves líneas— se produjo principalmente: i) por el rechazo de los convencionales a categorías tradicionales como el dominio público (entendido en sentido amplio); ii) porque en el listado de estos bienes que serían inapropiables se incluyeron bienes tradicionalmente públicos (como el agua o el mar territorial) y privados (como los humedales, incorporando luego, mediante indicaciones a la norma en la Comisión cinco, bienes tales como los bosques y la alta montaña), iii) por las dudas ante la propiedad colectiva de los pueblos indígenas; y, iv) por la defensa de una gestión comunitaria de estos bienes.
Para el abogado ambiental Ezio Costa, la nueva Constitución debería reconocer los bienes comunes naturales pues ellos son compatibles además con los derechos de la naturaleza. Explica que «la primera y más evidente diferencia entre los bienes comunes y la propiedad pública y privada es el hecho que no existe propiedad sobre ellos». Agrega que «el criterio para determinar que algunos bienes serán comunes debería estar marcado por la posibilidad de que ellos sean gestionados comunitariamente, la conveniencia de que exista acceso abierto para satisfacer derechos fundamentales o intereses comunes y el consenso en torno a la necesidad de la mantención en el tiempo de dichos bienes». Considera bienes comunes naturales «al aire, agua, alta mar, riberas de lagos y ríos, playas y algunos bosques, altas cumbres, genes, microorganismos y funciones ecosistémicas». 23
Así, el foco de la discusión se trasladó desde los deberes de custodia —que era el contenido esencial de la norma de custodia pública de la naturaleza— a la inapropiabilidad de los bienes comunes y las doctrinas que sustentaban tal propuesta, citadas muchas veces en la fundamentación de las normas o en su defensa en las sesiones. Esta discusión llegó inclusive a los medios de comunicación. 24
Y si bien es cierto la concepción de los bienes comunes es muy distinta desde la economía (Ostrom), desde la ecología política (Mattei), desde el derecho romano o el vigente, no existe consenso en torno a que los bienes comunes sean, en su esencia, inapropiables. En efecto, respecto de Ostrom es importante recordar que para ella y para cientos de investigadores dedicados al tema mundialmente 25 pueden existir bienes comunes que sean de carácter público, privado, de propiedad comunitaria o colectiva o, simplemente, sin propiedad. Lo importante es que se califican de comunes, cuando el bien es escaso y existe competencia por su acceso y uso, para dar reglas especiales y así evitar su destrucción y conflictos sociales. 26
Para Ugo Mattei, la figura de los bienes comunes presenta utilidad frente a la privatización de los bienes públicos. Define a los bienes comunes, o la propiedad común, como aquellos de la colectividad que deberían desempeñar una función constitucional de tutela de lo público frente a la propiedad privada (poder privado) y a la propiedad del Estado (poder del Estado). A partir de esta definición, el Estado actúa usualmente en una realidad que puede favorecer la privatización de los bienes comunes (entre ellos, los bienes públicos que administra el Estado), sin que haya mecanismos jurídicos o constitucionales de rendición de cuentas de las acciones privatizadoras sobre los comunes. 27 Cabe señalar que el punto de partida de la discusión en Italia sobre los bienes comunes naturales, en la famosa Comisión Rodotà, que propuso introducir el concepto en la legislación italiana —sin éxito hasta ahora— reconocía expresamente que «los titulares de los bienes comunes pueden ser personas jurídicas públicas o privadas» ( Perlingieri, 2022 : 145) (la traducción es nuestra).
Por último, para la doctrina romanista, analizando principalmente el Libro 43 del Digesto, Di Porto comprueba que las fuentes presentan un cuadro orgánico y rico de instrumentos eficaces para la protección de «algunas» res publicae, donde destaca el «interdicto popular», es decir, aquel que puede ejercitarse por cualquiera del pueblo. Estas res publicae resultan ser los lugares, calles, ríos y cloacas públicos, esto es, las cosas que constituyen la categoría de las res in uso público o cosas de goce colectivo, incluidas las llamadas por Marciano «cosas comunes a todos los hombres», es decir, el aire, el agua corriente y el mar con sus costas (Di Porto, 1990: 99). 28
Para finalizar, podemos destacar que, en Italia, donde hay una profusa literatura sobre la materia existen diversas tendencias o aproximaciones a este problema. Por ejemplo, aquellos para quienes los bienes comunes se consideran un concepto ambiguo, privado de real sustancia o utilidad, consecuencia quizá de una moda, del gusto personal de algunos autores o de meras razones políticas. Esta categoría no ha logrado concretarse en ninguna norma, pese a su inclusión de propuestas de la Comisión Rodotà hace varias décadas. Incluso se estima peligrosa, si se consideran los efectos en la propiedad privada y pública, la gestión comunitaria y el ejercicio desmesurado de acciones populares ( Perlingieri, 2022 :137). Por otra parte, Saccoccio considera que lo importante en este tipo de bienes (para los cuales bastarían las categorías romanas de las res in uso publico y las res communis omnium), no está en la propiedad, sino en el uso público y la defensa de lo común, mediante acciones populares ( Saccoccio, 2020 : 295 y ss.). Ninguno de estos autores los define como siempre inapropiables.
En nuestro derecho, donde existen ambas categorías como integrantes del dominio público (en sentido amplio), la más autorizada doctrina estima que la propiedad puede ser privada, grupal y la que llama colectiva o común, en la que el objeto pertenece a la nación toda o al Estado como su representante. Reconoce que son excepciones a la libre apropiabilidad las cosas comunes que la naturaleza ha hecho comunes a todos los hombres y los bienes de la nación, pero señala que en estas excepciones siempre es admitido el dominio colectivo o en el Estado. Y reconoce que existe «la tendencia directamente vinculada a la protección del ambiente, que proclama el aumento de bienes que llamamos públicos (conocida internacionalmente como “los comunes”, o the commons)» (Peñailillo, 2019: 82 y 370).
Pensamos que, como ocurre en otras latitudes, se mezcló más bien aquí la aspiración —que compartimos— de evitar la privatización de facto que ha afectado a bienes, como el agua, con una conclusión —que no compartimos— de que esto solo es factible si se elimina el concepto de propiedad pública (y a los bienes nacionales de uso público, en especial). Y el resultado fue que el pleno aprobó una norma que, sin definir los bienes comunes, incluyó como tales a bienes privados y tradicionalmente considerados públicos y terminó por distinguir entre bienes comunes naturales apropiables e inapropiables, como se verá en detalle a continuación.
El texto aprobado por la Convención Constitucional 29
La primera norma que se debe analizar del texto aprobado por el pleno es aquella que vincula directamente a los llamados bienes comunes naturales con el deber de custodia del Estado. Así, se sostiene que: «Los bienes comunes naturales son elementos o componentes de la Naturaleza sobre los cuales el Estado tiene un deber especial de custodia con el fin de asegurar los derechos de la Naturaleza y el interés de las generaciones presentes y futuras» (artículo 134.1 de la propuesta de Constitución). Es decir, en este proyecto de normativa, la custodia pública se plantea como un deber especial del Estado respecto a los llamados bienes comunes, que se traduce, en obligarlo a cumplir un rol fundamental en la preservación y conservación de estos bienes. En relación a la propuesta original, se mantiene la esencia de la custodia, aunque la primera contenía un deber especial respecto a «toda» la naturaleza. A su vez, y al no lograr aprobar una definición de los bienes comunes naturales, la disposición permite interpretar que estos serían aquellos elementos de la naturaleza sobre los cuales existe un interés o preocupación común de las generaciones presentes y futuras, sin referirse a la titularidad de los mismos. El estándar específico del deber especial de custodia sobre todos los bienes comunes naturales se traduce en asegurar los derechos de la naturaleza y el interés de las generaciones presentes y futuras. Por lo tanto, se busca integrar en el deber de custodia pública tanto el enfoque ecocéntrico como antropocéntrico, ya comentado, pero con otras fórmulas.
En segundo lugar, la propuesta enumera estos bienes naturales que se consideran comunes, incluyendo:
El mar territorial y su fondo marino; las playas; las aguas, glaciares y humedales; los campos geotérmicos; el aire y la atmósfera; la alta montaña, las áreas protegidas y los bosques nativos; el subsuelo, y los demás que declaren la Constitución y la ley. Entre estos bienes son inapropiables el agua en todos sus estados y el aire; los reconocidos por el derecho internacional; y los que la Constitución o las leyes declaren como tales.
Es decir, la propuesta detalla que al menos respecto de estos elementos de la naturaleza existe un deber especial de custodia por parte del Estado, en los términos indicados en el artículo anterior y; tal como ocurría en la propuesta original, deja abierto el listado, en una norma flexible y que permite que los que vengan puedan seguir utilizando la custodia pública del Estado para proteger lo que se considere común.
En este punto se producen las diferencias más importantes con la propuesta original, no solo en el cambio de la categoría de bienes públicos por la de bienes comunes naturales como ya se vio; sino, además, porque cambia el listado de bienes considerados y agrega una clasificación de ellos entre apropiables e inapropiables. Las diferencias más ostensibles radican en que la propuesta original: i) consideraba dentro del dominio público las energías renovables en general que determinara la ley (y no la limitaba a la geotermia); ii) que se perdió todo aquello referido a la biodiversidad, fauna y peces; iii) que las zonas de altas montañas y áreas protegidas sujetas a la custodia eran solo las de titularidad estatal y iv) que los minerales quedan fuera de la custodia en la norma aprobada. 30
El punto más polémico en la discusión —como ya se advirtió— fue agregar una clasificación que determina los deberes del Estado para cada tipo de bienes, entre apropiables e inapropiables en los siguientes términos: «Entre estos bienes son inapropiables el agua en todos sus estados y el aire; los reconocidos por el derecho internacional; y los que la Constitución o las leyes declaren como tales» (artículo 134.3 de la propuesta de Constitución). Esta distinción es muy distinta a la que se proponía en la norma original que distinguía entre un deber general del Estado custodio respecto a toda la naturaleza, y otros especiales, cuando se tratara de los de carácter público. Acá, en cambio, se distingue un deber especial para los bienes comunes naturales (y se señalan cuáles son) y se distinguen los deberes según si estos bienes son apropiables o inapropiables. En cuanto a los deberes hay también cambios importantes.
Respecto de aquellos bienes comunes apropiables, que se encuentren o puedan encontrar en propiedad privada, como altas montañas, humedales, bosques nativos, o suelos; el deber de custodia del Estado incluye especialmente regular su uso y goce con las finalidades establecidas en el artículo 134 número 1, aprobado por el pleno, es decir, asegurar los derechos de la naturaleza y el interés de las generaciones futuras. Cabe aquí hacer presente lo dispuesto por el artículo 136 de la propuesta de Constitución, que señala: «El Estado, como custodio de los humedales, bosques nativos y suelos, asegurará la integridad de estos ecosistemas, sus funciones, procesos y conectividad hídrica». Es decir, respecto de estos bienes naturales en particular, se especifica aún más el estándar de custodia pública del Estado y fácilmente se conecta al texto original de la custodia, que imponía resguardar la integridad de la naturaleza en general. Ahora bien, esta facultad de regular el uso y goce de estos bienes debe entenderse complementaria de lo que se establezca respecto a la función social y/o ecológica del derecho de propiedad en relación a leyes que puedan imponer limitaciones, obligaciones o restricciones.
Tratándose de los bienes comunes naturales que sean inapropiables (como el aire y el agua como dice la norma, pero deben agregarse, además, el mar territorial, su fondo marino y playas), el Estado deberá satisfacer varios deberes y estándares:
El deber especial del número 1 (asegurar los derechos de la naturaleza y el interés de las generaciones futuras, es decir, incorpora enfoques eco y antropocéntrico) y, además, invertir en conservar, preservar, y, en su caso, restaurar. Es decir, deberá hacer y financiar oportunamente políticas, planes, programas y acciones concretas, que permitan avanzar en mantener ciertos espacios intocados, exigir que el uso sea sustentable en otras y cuando exista deterioro, velar por que sean reparados y/o restaurados. Por lo tanto, se acerca bastante a la norma original, pero se le agrega, acertadamente, la restauración.
El deber del Estado custodio de «administrar» estos bienes comunes naturales inapropiables, «de forma democrática, solidaria, participativa y equitativa». Y esto último es muy importante, por ejemplo, en materia hídrica. El Estado, como custodio de los bienes de la naturaleza que los ciudadanos hemos puesto en sus manos como administrador, deberá realizar esta labor considerando, por ejemplo, que la gestión sea democrática (como no lo son hoy las organizaciones de usuarios de agua, en que las decisiones las toman aquellos que son titulares de los derechos de con más acciones); que sea participativa (mediante consejos de cuenca en que estén representados todos los actores claves incluyendo la gestión comunitaria en ciertos casos); solidaria (considerando la situación de los más vulnerables que, por ejemplo, no acceden al agua para sus necesidades básicas reconociendo el derecho humano al agua como lo hizo la reforma al Código de Aguas este 2022) y equitativa (exista una igual repartición de los beneficios y cargas ambientales entre todos los usos productivos del agua, respetando la priorización de ciertos usos). El texto original se refería a tributar en sus decisiones siempre al beneficio común de las generaciones presentes y futuras, «evitando la pérdida de sus valores naturales y culturales, y garantizando la equidad en su uso. A su vez velará por el acceso público responsable a estos bienes».
El respetar los límites que dispone la norma constitucional a la hora de otorgar títulos de uso respecto a estos bienes comunes naturales inapropiables. Es quizá en este punto que la regulación constitucional actual ha sido más perjudicial para Chile, y lo ha sido en nuestra mayor vulnerabilidad como país: el agua. Un análisis de la regulación del acceso y uso de los elementos de la naturaleza en Chile (Hervé, 2015), permite concluir que existen diversos títulos administrativos con regímenes distintos, donde el del agua es probablemente el más laxo. Por ello, la norma constitucional propuesta establece un régimen común que el legislador deberá ir adaptando a las características de cada bien común natural inapropiable. Sin embargo, también aquí hubo cambios importantes en relación al texto original. Por ejemplo, mientras allá se hablaba de «títulos administrativos» para que el legislador fuera estableciendo cada tipo según el elemento del medio ambiente, acá se impuso la autorización administrativa, lo que causó gran polémica considerando que, por ejemplo, en agua, actualmente se tienen «derechos de aprovechamiento». En lo demás la norma propuesta se mantiene casi como la original. Así, el Estado custodio podrá otorgar autorizaciones de uso pero siempre «conforme a la ley, de manera temporal, sujeto a causales de caducidad, extinción y revocación, con obligaciones específicas de conservación, justificadas en el interés público, la protección de la naturaleza y el beneficio colectivo». A su vez, «estas autorizaciones, ya sean individuales o colectivas, no generan derechos de propiedad». Así, este régimen común asociado a la custodia pública de los bienes comunes naturales permite evitar su privatización —como ha ocurrido hasta ahora con algunos bienes naturales de dominio público— cuando se dan concesiones o derechos perpetuos no caducables y sobre los cuales la Constitución actual garantiza un derecho de propiedad privada. Se debe advertir que también fue muy cuestionado el hecho de no dar estas «autorizaciones» en propiedad y —nuevamente— causó problemas en la regulación del agua que, en el artículo 142 de la propuesta constitucional, declaró además que estas autorizaciones son incomerciables. Sin embargo, la crítica no recayó sobre la custodia pública. Es más, se entendió que este mecanismo es compatible con los usos privados del agua. 31
Por último, de manera coherente y práctica, como el Estado custodio debe rendir cuentas de su actuar, se considera la acción, ya comentada y sin cambios sustantivos en relación al texto original, para que «cualquier persona» pueda exigir el cumplimiento de cualquiera de los deberes constitucionales de custodia. La incorporación de una acción popular como mecanismo para hacer efectiva la custodia pública del Estado, no solo obedece a consagrar el control jurisdiccional de las acciones y omisiones de la administración en esta materia. También permite incorporar la intervención amplia de la ciudadanía, en nombre de las generaciones presentes y futuras, en la determinación del alcance de estos deberes públicos.
¿Qué implicaría para Chile adoptar la custodia pública de la naturaleza?
En esta sección abordaremos, en primer lugar, las características innovadoras de la propuesta de custodia pública en relación con el régimen constitucional vigente. Luego, revisaremos el ámbito de aplicación y alcance de la propuesta, para finalmente referirnos a las normas que serían necesarias para su efectiva implementación si llegara a incorporarse la propuesta al texto constitucional nacional.
La innovación de la custodia pública para el derecho nacional
Hasta ahora la Constitución chilena y las leyes que se han dictado conforme a ella no han logrado garantizar una debida protección de la naturaleza.
De acuerdo con el ordenamiento jurídico actual, prácticamente no existen límites al aprovechamiento de los recursos naturales, renunciando así el Estado a cumplir un rol importante en torno a garantizar que lo público (en el sentido de interés de todos) se mantenga como tal y que sus decisiones tributen al «servicio de la colectividad y la elevación de las condiciones de vida del común de los habitantes», como lo hacía la Constitución de 1925 y sus reformas 32 . En efecto, la Constitución de 1980 olvidó esos valores a resguardar, aunque introdujo la variable ambiental, al incorporar la función social a la «conservación del patrimonio ambiental». Por otro lado, sin perjuicio que impuso al Estado el deber de asegurar la garantía de vivir en un medio ambiente libre de contaminación y un deber de tutelar la preservación de la naturaleza, y que ha habido avances a nivel jurisprudencial; 33 lo cierto es que el texto no permite hasta ahora considerar a las generaciones futuras ni impone deberes activos que podamos exigir al Estado. A mayor abundamiento, el recurso de protección que se puede ejercer ante una amenaza, privación o perturbación del derecho, solo permite revertir hipótesis muy acotadas y con una legitimación activa limitada.
A su vez, tal como sintetiza Delgado Schneider (2021 : 231), las normas que permiten al legislador imponer restricciones específicas, obligaciones o limitaciones al derecho de propiedad o a la libertad de empresa, no han servido de mucho. En efecto, estas cláusulas, en palabras de Galdámez (2018 : 75), hasta ahora han estado «dormidas» o, como sostienen Hervé y López (2020 : 209), no han tenido la fuerza suficiente frente a las reglas que garantizan la propiedad, o han sido permanentemente bloqueadas a la hora de hacer reformas, argumentando que se trata de una privación inconstitucional al dominio que deviene en inconstitucional o indemnizable. Por ello se debe considerar de manera clara, cuándo se entiende que se afecta un derecho de propiedad en su esencia y por lo tanto corresponde indemnizar. Y, además, si vamos (o no) a aplicar las mismas reglas de la propiedad de las cosas corporales, a la de simples concesiones que se puedan ejercer sobre elementos de la naturaleza de dominio público. Hasta ahora, para el legislador hay algunas concesiones que no otorgan la facultad de disposición (por ejemplo, marítimas y acuícolas) pero el constituyente, en cambio, decidió asegurar expresamente el dominio de los derechos de aguas y concesiones mineras. El punto, en síntesis, es dar reglas y ofrecer un mecanismo para que el Estado asegure y rinda cuentas ante la ciudadanía, que en su actuar y el que exigirá a los privados, garantizará siempre el interés público y el beneficio colectivo. De hecho, recién este año, se reforzó el carácter público del agua al incorporar el Código de Aguas una norma que obliga al Estado a considerar, en el otorgamiento y ejercicio de los derechos de aprovechamiento de esta, el interés público. 34
Considerando lo anterior, evidentemente la custodia pública de bienes naturales sería una innovación importante al derecho ambiental nacional, coherente —pero dando un paso más allá— con nuestras normas sobre los bienes nacionales de uso público y la función social de la propiedad. La propuesta configura un Estado responsable, ante las generaciones actuales y futuras, de la mantención de las funciones naturales, que rinde cuentas de estas obligaciones y que se constituye en un guardián y custodio de la naturaleza.
Implica, por lo tanto, un mecanismo reforzado de protección ambiental que puede ser muy eficaz, pues:
Establece deberes exigibles al Estado directamente, o para que él los imponga a los sujetos que corresponda. De hecho, se considera una acción popular para exigir el cumplimiento de estos deberes, cuyo procedimiento deberá ser regulado por ley.
Los deberes del Estado tienen un enfoque ecológico que se complementa con los típicos de corte antropocéntrico.
Puede ampliarse a más elementos de la naturaleza, según lo determine la Constitución y la ley.
Se fijan estándares más ambiciosos que en la actualidad, como por ejemplo el deber de restaurar la naturaleza, es decir, considerar planes, programas o financiamiento para lograr la restauración, incluyendo su exigencia a terceros cuando sean responsables del deterioro.
Se imponen estándares especiales de gobernanza, la que puede ser ejercida directamente por el Estado o mediante la gestión comunitaria, pero que siempre tendrá que ser participativa, equitativa, solidaria y democrática. Por ejemplo, ya no podría existir la regla que permite el acceso a una autorización de agua, mediante un remate, cuando la cantidad de agua disponible no sea suficiente para cubrir las necesidades de dos o más solicitantes.
Se impone un régimen común para los títulos de uso de los bienes públicos o bienes comunes naturales inapropiables. Esta disposición exige cambios a la legislación sobre los recursos naturales y tributa a que existan reglas similares y no más laxas para algunos elementos. Además, no se podrían establecer títulos perpetuos (como ocurrió con el agua hasta la reforma del 2022), y en todos ellos la ley deberá establecer causales de caducidad, extinción y obligaciones ambientales que tributen justamente a que el titular beneficiado con un uso exclusivo considere el beneficio colectivo (o, dicho de otro modo, no lo perjudique al menos).
Para evitar la privatización de estos bienes, el régimen común no admite garantizar propiedad privada de los títulos o las autorizaciones que habilitan su uso o goce. Sin embargo, como este punto causó grandes polémicas y el rechazo de la propuesta en el plebiscito, podría considerarse, en palabras de Andrés Bello, que sobre los bienes incorporales (como estos derechos o concesiones) exista una «especie de propiedad» no equiparable a la privada y que tenga claras reglas en cuanto a su temporalidad, causales de revocación o caducidad, y limitaciones posibles de imponer por las autoridades en su otorgamiento o ejercicio, basadas todas en el interés colectivo intergeneracional, que permitan asegurar que esta propiedad del título no se convierta en propiedad del bien natural.
Ámbito de aplicación, alcance y las normas necesarias para su efectiva implementación
En cuanto al ámbito de aplicación de la custodia pública como mecanismo reforzado de protección, ya se ha dicho que, en el derecho comparado, este se ha ido ampliando aplicándola en sus inicios en materias de aguas y hoy, para la protección de casi todos los recursos naturales críticos respecto del mal uso o inacción de los gobiernos.
La propuesta de custodia pública de la naturaleza, en su versión original, es una adaptación del public trust norteamericano, con algunas variaciones. Contiene un deber general de custodia para todo elemento de la naturaleza y deberes especiales cuando se trate de bienes públicos, es decir, que nos interesan o pertenecen a todos. Se detalla el elenco de estos bienes públicos, pero no es taxativo. En cuanto al texto finalmente aprobado, se trata de la custodia de los llamados bienes comunes naturales, que también se enumeran de una manera no taxativa y que son elementos de la naturaleza que pueden ser públicos, privados o sin regla de titularidad hasta ahora en nuestro derecho, pero que se consideran de interés común.
En cuanto a su alcance, somos de la opinión que en toda norma que se consideren los objetivos de la custodia pública, ella podría aplicarse. Es decir, si una disposición, cualquiera sea su ubicación, implica un deber del Estado para proteger, conservar, etcétera, elementos naturales del ambiente, debe entenderse parte de ella y, en consecuencia, cumplir con los estándares elevados que el Estado custodio implica.
En cuanto a las normas para su implementación, los principales desafíos son los siguientes:
Respecto a la acción popular, que permite exigir judicialmente el cumplimiento de los deberes ambientales del Estado custodio, será necesario que una ley regule su procedimiento, requisitos y el Tribunal competente; aunque podría perfectamente conocerse de ella, aun sin esta ley, como ocurrió tiempo atrás con la acción de protección constitucional. Para esta nueva regulación existe variada experiencia extranjera, como en la Constitución de Portugal (artículo 52), España (artículo 125), Brasil (artículo 5, LXXIII), o Colombia (artículo 88).
Respecto al régimen concesional común, debe procederse a una revisión de todos los títulos administrativos que actualmente existen para aprovechar elementos de la naturaleza, ya sea se consideren bienes públicos naturales o bienes comunes naturales, con el objeto de determinar las incoherencias y requerimientos de ajuste para cumplir con los límites que impone la norma. 35
Conclusiones
La custodia pública de la naturaleza es una adaptación del public trust norteamericano, que constituye un mecanismo reforzado de protección ambiental en relación al derecho existente, y que pone en el centro de las decisiones el interés público y el beneficio colectivo de las generaciones presentes y futuras. Además, armoniza un enfoque tradicional antropocéntrico con uno ecológico, necesario en los tiempos que vivimos. Mientras el segundo la entiende como el deber de asegurar la integridad de los ecosistemas y sus funciones naturales, el primero permite al Estado velar siempre por el interés de las generaciones presentes y futuras en la conservación de la naturaleza.
El deber que la Constitución actual impuso al Estado de preservar la naturaleza no ha sido suficiente, por lo tanto, la propuesta amplía estos deberes, los detalla y los impone como un custodio. No como un dueño o mero administrador para el caso de los bienes que sean de la nación o de todos los hombres, o fiscales. No como un mero regulador, si se trata de bienes privados. Se trata de un Estado custodio, que debe hacer estas distintas tareas, enfocado siempre en velar por ciertos bienes de la naturaleza que son de interés de todos porque de ellos depende la vida misma, actual y venidera, sin importar si están o no en dominio privado.
Como este mecanismo permite que estos deberes de custodia sean activamente exigibles por la ciudadanía —ya sea por lo que el Estado hace o no hace o no exige a los titulares de derechos de aprovechamiento sobre bienes públicos o propietarios de bienes privados de interés general— se convierte en una herramienta eficaz y seguramente más eficiente que lo que hay actualmente. Para ello, basta conocer la experiencia comparada de la doctrina del public trust y ver la forma en que se resolvieron casos muy complejos, tratando de armonizar los derechos públicos con los privados.
De lo que se trata, en síntesis, es que el Estado garantice que los componentes ambientales sometidos a su custodia no se privaticen, no se regalen, no respondan solo a finalidades privadas, no se monopolicen y, especialmente, estén protegidos de los impactos ambientales que puedan afectar su integridad y con ellos, los servicios que prestan a estas generaciones y a las que vendrán. Este último factor requiere un nuevo Estado, un verdadero custodio supervigilante que planifique, que saque cuentas y sepa cuándo una actividad es sostenible con esos fines y cuándo, en cambio, implica un sobregiro.
Y si bien esta doctrina se aplica principalmente a bienes públicos en el derecho comparado, y en la propuesta aquí analizada a toda la naturaleza, o en la propuesta constitucional a los bienes comunes naturales, ella puede convivir perfectamente con ciertos derechos privados de uso. Y ciertamente no habrá indemnización cuando la limitación legal que se imponga se base en los deberes irrenunciables que tiene el Estado respecto a su pueblo. El Estado no puede así, en materia de biodiversidad, glaciares, aguas, o bosques, renunciar —como se ha dicho— a «su autoridad para gobernar».
Resumen:
Introducción
La doctrina del public trust y su adaptación al derecho chileno
La doctrina del public trust
La adaptación de la doctrina del public trust al derecho chileno
La incorporación de la custodia pública de la naturaleza a la propuesta constitucional chilena
La custodia pública de los bienes comunes naturales. Texto aprobado en la Convención Constitucional
¿Qué implicaría para Chile adoptar la custodia pública de la naturaleza?
La innovación de la custodia pública para el derecho nacional
Ámbito de aplicación, alcance y las normas necesarias para su efectiva implementación
Conclusiones